Prologo

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Año 1910. Después de la Gran Reunificación.

El Imperio de Dragnassil lanzó su primer ataque contra la Federación de las Regiones del Norte. No se sabe aún la causa exacta de esta ofensiva, pero muchos la atribuyen al miedo: miedo a lo que habíamos construido en el Norte, miedo a nuestro poder creciente. Aunque otros insisten en teorías más oscuras, hablando de una nueva "Guerra Santa", una cruzada imperial que no tenía nada que ver con fronteras ni política. Para ellos, todo era un simple pretexto para justificar la masacre de los "no humanos".

Desde siglos atrás, la Iglesia Humanista ha defendido la supremacía de los humanos sobre todas las demás razas del continente: los lupinos con sus formas bestiales; las tribus mitad bestia de las praderas, con sus rostros y cuerpos diversos. Desde 1650, esa institución se ha alimentado del odio, cazando, esclavizando y asesinando a cualquier ser que no consideraran digno de su divino "privilegio humano". Para muchos en el Imperio, estas ejecuciones públicas no eran más que entretenimiento.

Las Regiones del Norte, sin embargo, siempre fueron un refugio. A lo largo de los años, los no humanos hallaron aquí un lugar seguro, lejos de las cadenas y el fuego del Imperio. Incluso algunas familias humanas, perseguidas por la Iglesia, encontraron hogar entre nosotros. Y de esa mezcla, de esa convivencia forzada y libre a la vez, nacimos nosotros: los mestizos.

Mis padres, Henrik y Sigrun Valenholt, fueron mestizos. Y crecí con las historias de cómo en sus días de juventud, los niños como yo representábamos un símbolo de unión, de esperanza. Pero para el Imperio, éramos abominaciones. Cuando la Iglesia descubrió nuestra existencia, lanzaron cruzadas para erradicarnos, llamándonos la semilla de la desgracia. Incluso dentro de la Federación, algunos comenzaron a señalarnos como la causa de todos los males.

"Por culpa de esos sucios mestizos, el Imperio nos ataca", decían. Así, lo que una vez fue un símbolo de unidad se convirtió en el rostro de la traición.

Pero no todos se dejaron llevar por ese odio. En pueblos alejados, como Ymir o Steinheim, seguíamos siendo aceptados. Para ellos, los mestizos no éramos la razón de la guerra, sino víctimas de una mentira imperial que buscaba dividirnos.

Mientras el Norte se consumía en disputas internas, el Imperio de Dragnassil esperaba su momento. Y ese momento llegó en 1899.

Mi padre, asesor de la Princesa Astrid de Eichernberg, y mi madre, una mente brillante en ingeniería militar, vieron lo inevitable. Comprendieron que la única forma de sobrevivir era uniendo todas las Regiones del Norte. Fue su alianza con la Princesa lo que permitió que en 1901, tras años de negociaciones, la Federación finalmente se fundara.

Pero cuando el Imperio atacó en 1910, lo hizo con una crueldad que nadie anticipó. Las montañas fronterizas, que creíamos seguras, se convirtieron en cementerios. Durante años, ningún bando logró avanzar. Y entonces llegó la Batalla de Ymir.

En 1914, 330,000 soldados de la Federación quedaron atrapados en la ciudad de Ymir, rodeados por el ejército imperial. Mi padre, nombrado líder del ERENOR, hizo todo lo posible por salvarlos. Intentó abrir paso por los túneles de las montañas y buscar ayuda por mar, pero la Flota Imperial controlaba las aguas. Ymir cayó. Y con ella, cayó la Federación.

El Imperio, fortalecido por su victoria, desplegó su arma más temida: el tanque. Esas bestias de acero arrasaban todo a su paso, destruyendo trincheras y ciudades enteras. Ymir quedó en ruinas. Los pocos sobrevivientes que escaparon de la batalla nunca volvieron a luchar, quebrados por lo que habían visto.

La guerra terminó oficialmente en 1916. La Federación, humillada, se vio obligada a pagar reparaciones al Imperio. Pero para mi familia, la guerra no terminó.

Mi padre, el hombre que había unido al Norte y dirigido al ERENOR, regresó a casa como una sombra de lo que alguna vez fue. El peso de la derrota lo consumió. No podía soportar las voces de los muertos, los gritos de los caídos en Ymir. Se hundió en la locura, hasta que finalmente, su corazón no aguantó más. Murió odiado por la nación que tanto había luchado por proteger.

Mi madre no soportó su pérdida. Con su mente unida a la de él por una Unión Psíquica, se encerró en su taller, aislada del mundo. Su cuerpo seguía vivo, pero su espíritu estaba destrozado. Trabajaba día y noche, diseñando armas que jamás verían la luz. Mientras tanto, yo me enlisté en la Academia de Oficiales, buscando desesperadamente una forma de devolver el golpe al Imperio que nos arrebató todo.

Hoy, cuatro años después, recibo cartas de mi madre de vez en cuando. Cada una de ellas, manchada de aceite y quemaduras, es un recordatorio de lo que perdimos. Y cada palabra en esas cartas alimenta mi furia.

Soy el último de los Valenholt. Y juro por mi vida que recuperaré el honor de mi familia. El Imperio no verá la paz mientras respire.

¡Muerte al Imperio! ¡Gloria a la Federación!

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Nota: Espero que no te haya abrumado mi prologo, sé que puede parecer pesado, pero es para dar un contexto meramente. Te puedo asegurar que la novela es más dinámica y no un balde de texto...

Doy cabida y bienvenida a todo aquel que guste disfrutar, comentar y criticar mi novela, independientemente de lo que opinen, son bienvenidos...

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Crónicas del Escuadrón Queens VictoriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora