Querido lector

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No había deseado que algo fuera solo mío hasta que lo conocí a él.

Esa frase se repite una y otra vez mientras observo con detalle el escenario perfecto que acabo de crear. Dieciocho años de relación y es aquí donde decido romper con todo. Me ha costado dieciocho años darme cuenta de cuál era el mejor camino, cuál lo había sido desde el momento en que fijé mi mirada en esos ojos grises, perturbados, pero ya es tarde, ya he tomado la decisión que me puede hacer estar tras las rejas.

Dieciocho años y al fin soy libre de todo...

Es hora de que te cuente mi historia, querido lector ¿O serás lectora? Llevo mucho tiempo escapando de una realidad que atormentaría a cualquiera, pero por alguna extraña razón me siento excelente huyendo.

Mi instinto me dice que esta es una mala idea, aunque si lo piensas detenidamente, cuando encuentres estas líneas estaré muy lejos de ti, quizás tenga otro nombre y, si Dios quiere, otra nacionalidad.

Pero dime, ¿Te dedicas a vender casas? ¿O quizás entraste a robar en la mía? ¿Eres policía tal vez, o solamente estás leyendo esto porque alguien tuvo el valor para publicar mi vida bajo otro nombre?

Como sea, espero que te encuentres en algún sitio cómodo, porque lo que te voy a contar son los pequeños detalles de mi existencia que nadie conoce y no sería bueno leerlos en compañía o en algún sitio público. Trataré de resumirlos, porque no tengo muchos días para hacer esto; por suerte, mis diarios se encuentran aún en mi posesión, así que extraer los momentos más importantes no será difícil.

Me presento, soy Rebeca Díaz y hasta este momento vivo en La Habana, Cuba. Mi infancia no fue sencilla, pero tampoco tan relevante, salvo por las pequeñas travesuras que hice como venganza a las críticas por mi color de piel (y no, no soy negra, aunque me encantaría tener la piel color chocolate). Por si no eres de por aquí, te diré que este país tiene una exquisita mezcla de razas, como los colores que adopta la leche en dependencia de la cantidad de chocolate que le desees agregar.

Mi condición, en cambio, es la siguiente: prácticamente parezco un papel, demasiado blanca en comparación con las personas que me rodean, por tanto, desde pequeña tuve que soportar que mis compañeros me arrojaran lodo o me llenaran de pintura con acuarelas, témperas y marcadores —malditas criaturas del demonio— para que, según ellos, yo pareciera más una persona y menos un "charco de vómito de bebé". Otras veces me golpeaban solo para ver mi piel marcada y burlarse de ella.

Aún recuerdo cuando me cansé e hice que Rafael se tragara la tinta de un bolígrafo luego de tratar de tatuar mis moretones con él. Al pobre lo llevaron con urgencia al hospital y, por desgracia, se salvó de la intoxicación. Yo, en cambio, no estaba asustada, quería que sufriera, y me deleité al saber que no me había delatado solo por miedo a que las consecuencias fueran peores. Esa fue la primera vez que disfruté lastimando a alguien, y créeme, no fue la única.

En cuarto grado, dejaron de importarme las críticas y ya no había maltrato físico hacia mi persona; todos me respetaban, me temían desde que decidí hacerle frente a Wilmer, el siguiente criticón que intentó hacerme quedar atascada en un árbol y terminó con una fractura en su pierna izquierda luego de caer "accidentalmente" de la rama más alta de dicho árbol. Pues, para su desgracia, sabía a la perfección lo que pretendía hacerme esa tarde y pasé por alto el hecho de que llevaba semanas encerrándome en la biblioteca de la esquina de mi edificio, investigando todo sobre manipulación y psicología, así que fue sencillo hacer que subiera para luego caer. Ni siquiera él se enteró de que había sido premeditado.

Quinto y sexto grado pasaron volando. Los niños de otras aulas me llevaban todos los días su merienda como muestra de... ¿Aprecio? ¿Terror? No lo sé, pero me encantaba atiborrarme con los bocadillos ajenos, y por supuesto, también comencé a amar el hecho de que los novios de las niñas se fijaran cada día en mis atuendos, que poco a poco pasaron a ser tan reveladores como los de una mujer adulta —si mi cuerpo había comenzado a cambiar, mi aspecto también debía hacerlo— y así como me gané las miradas, también sentía el odio de esas novias primerizas que perdían a sus amores infantiles por solo un beso lanzado de mi parte.

Colección De RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora