Capítulo Once

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Como sobrecargo, estaba mucho mejor valorado y respetado que en mis tiempos de rey, y, por qué no decirlo, hacía mucho mejor mi trabajo. Los remeros comían lo suficiente y llevaban ropa de más abrigo, se podían asear más seguido, y me murmuraban su aprobación si pasaba entre ellos.

Podía recorrer el barco entero cuando estaban surcando sal, pero, igual que un usurero con sus ganancias, aquella libertad solo me aguzaba la avidez de más. Cuando pensaba que no me miraba nadie, dejaba caer pedazos de pan cerca de la mano de Nada, quien los escondía raudo entre sus harapos. Una vez intercambiamos una mirada, y me pregunté si el limpiador podía sentir gratitud al ver que apenas parecía quedar nada humano tras aquellos ojos extraños, alargados y rasgados de un negro tan intenso y al mismo tiempo tan brillantes. Pero la Anciana siempre decía: «Los buenos actos se hacen por el propio bien», así que seguí dejando caer mendrugos siempre que podía.

Hwasa reparó complacida en el peso aumentado de su bolsa, y todavía más complacida con la mejora de su vino, alcanzada en parte porque lo compraba al por mayor y en grandes cantidades.

- Este caldo es mucho mejor que el que me traía Hoseok- musitó mientras apreciaba su color en la botella. Hice una inclinación profunda.

- Como corresponde a todas tus proezas, capitana.

Y tras la máscara de mi cuadrada sonrisa, medité la forma de clavar la cabeza de la capitana en una estaca sobre la Puerta de los Alaridos y reducir su condenado barco a cenizas cuando hubiera recuperado la Silla Negra.

En ocasiones, cuando caía la noche, Hwasa extendía una pierna hacia mí para que le quitara la bota mientras me repetía una y otra vez los relatos de sus glorias pasadas, en los que los nombres y los detalles oscilaban como el aceite con cada nueva narración. Al terminar, me decía que era un chico bueno y útil y que con un poco de suerte ese día me caerían sobras de su mesa, antes de confesar que su corazón tierno sería su ruina. Cuando podía resistirme a devorarlas allí mismo, pasaba las sobras a Wooshik, que a su vez las compartía con Seojoon mientras Hoseok miraba ceñudo a la nada entre ellos, la herida en su cabeza mejorando luego de haberse topado con la bota de Hwasa.

- Por los dioses - refunfuñó Seojoon- , ¡quítanos del remo a este idiota y devuelvenos a Vante!

Los remeros de alrededor rieron, pero Hoseok permaneció inanimado como un hombre de madera, y me pregunté si estaría formulando su propio juramento de venganza.

Levanté la vista y vi a Jungkook mirándome con la frente arrugada desde su sitio en el alcázar. Siempre estaba observandome, evaluandome, como si todo fuese un rumbo del que no estaba muy convencido. Aunque los dos pasabamos la noche encadenados a la misma argolla, en el camarote continúo al de la capitana, el oficial de derrota no cruzaba palabra conmigo más allá de algún monosílabo y siempre me estaba observando. No es que no hubiera intentado hablarle, cuando lo hacia, me miraba un momento y luego seguía en lo que sea que estuviera haciendo.

- ¡Muévete! - exclamó Manshik al pasar junto a mí mientras me empujaba contra mi antiguo remo. Por lo visto, me había ganado enemigos además de amigos. «Pero los enemigos - como decía mi madre - son el precio del éxito».

Entrada la noche y perdido en algún recuerdo... mis...

- ¡Botas, Vante!. - me encogí como si el grito fuese un bofetón.

Mis pensamientos se habían alejado a la deriva, como tenían por costumbre. Habían llegado a la colina que se alzaba sobre el barco en llamas de mi padre, al juramento de venganza que había hecho, a la cima de la torre de Gijang-gun y al olor a quemado en mi nariz. Habían vuelto al rostro tranquilo y sonriente de Seokjin, mi tío.

The King (Taekook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora