¡Cuidado con los autos, dios despistado!

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Capítulo 2

Desperté en un parque, recostado en un banco de madera. Mi mente estaba nublada por la confusión y el estruendo ensordecedor de la ciudad. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí? Me levanté con torpeza y empecé a caminar, tratando de despejar mi mente.

El parque estaba lleno de actividad, incluso a esta temprana hora. Personas apresuradas caminaban en todas direcciones, animales correteaban y los letreros parpadeantes me confundían aún más. Fue entonces cuando lo vi: Nueva York, una de las ciudades más caóticas del mundo mortal.

El ruido constante y el bullicio de la ciudad comenzaron a provocarme un dolor de cabeza punzante. Me sentía abrumado por tantos estímulos, y mi divinidad parecía estar disminuida en este entorno hostil.

Al llegar a una esquina, me enfrenté a una escena desconcertante: vehículos pasaban a toda velocidad, ignorando mi presencia. Observé una luz parpadeante en lo alto, cambiando de color de forma intermitente. Sin comprender su significado, esperé a que la luz se pusiera en verde y crucé la calle.

Sin embargo, mi intento fue interrumpido abruptamente por un automóvil que me golpeó, enviándome al suelo. Aturdido por el impacto del automóvil, el conductor de aquél automóvil bajó y se acercó.

— ¿Estás bien?

Solo pude asentir con la cabeza, aún desconcertado por lo que acababa de suceder. El hombre, notando mi estado, frunció el ceño con preocupación.

— No te ves bien. ¿Necesitas ayuda? ¿Debería llamar a una ambulancia?

— Estoy bien, no necesito un médico —respondí, intentando mantener la calma a pesar de mis rasguños y la tela desgarrada de mi pantalón por el impacto.

Al mirar mis manos, noté la sangre mortal que brotaba de ellas, en lugar de la icor divina a la que estaba acostumbrado. Un escalofrío recorrió mi espalda cuando me di cuenta de lo que eso significaba. Zeus había cumplido su palabra; me había dejado como un mortal.

Aquel hombre me ayudó a incorporarme mientras observaba con perplejidad cómo un grupo de niños cruzaba la calle cuando la luz del extraño artefacto cambió a roja. Me di cuenta de que no conocía nada de aquel mundo, de sus normas y sus peligros.

— Deberíamos llevarte al médico —insistió el conductor, preocupado por mi estado.

— Estoy bien, solo es un rasguño. No necesito atención médica —respondí, tratando de mantener mi compostura a pesar de la confusión que sentía.

Él no parecía convencido. Me instó una vez más a ir al médico, y esta vez accedí.

Al subir al auto, me sentí desconcertado al ver la correa de seguridad. No tenía idea de cómo ajustarla, pero él lo hizo por mí con paciencia. Mientras avanzábamos hacia el hospital, no pude apartar la mirada de mis manos, con los rasguños y la sangre mortal que las cubría.

— Soy Thomas Park. ¿Cómo te llamas tú? —preguntó mientras conducía hacia el hospital.

— Me llamo Morfeo... Prince—respondí, aunque el nombre me resultaba extraño en mi boca, como si perteneciera a otra persona.

Thomas  me miró con curiosidad mientras conducía hacia el hospital. El ruido constante del tráfico y los murmullos de la ciudad de Nueva York creaban un ambiente opresivo dentro del automóvil. Me sentía atrapado en un torbellino de pensamientos, cada uno más confuso que el anterior.

— ¿Eres nuevo en Nueva York? —preguntó Thomas, su voz rompiendo el incómodo silencio que había caído entre nosotros como un manto pesado.

Asentí brevemente, sintiendo el peso de la verdad en mis palabras. Era nuevo en este mundo, en esta ciudad de hormigón y luces parpadeantes. Pero mi nuevo estado de mortalidad añadía una capa adicional de complejidad a mi experiencia.

Mientras avanzábamos por las calles llenas de vida de la Gran Manzana, me sumergí en mis pensamientos. Recordaba vagamente mi vida en el Olimpo, las interminables noches pasadas entre las sombras, tejiendo sueños para los mortales. Pero ahora, todo eso parecía tan lejano, tan irreal.

A través de la ventana del auto, observaba el ir y venir de la gente, los rostros desconocidos que pasaban sin detenerse. Me sentía fuera de lugar, un extraño en una tierra extraña. Y mientras más me sumergía en mis pensamientos, más me daba cuenta de lo poco que entendía este mundo y su funcionamiento.

Al llegar al médico, fui atendido después de unos minutos. Un olor fuerte y penetrante llenaba el aire, mezclado con el sonido constante de las máquinas y las conversaciones apresuradas del personal médico. Me senté en la sala de espera, observando el ir y venir de los pacientes, sintiéndome completamente fuera de lugar.

Finalmente, llegó mi turno y fui llamado a la consulta. El médico, un hombre de mediana edad con una expresión seria, examinó mis heridas con cuidado. Me preguntó cómo me había hecho los rasguños y yo respondí con evasivas, sin querer revelar mi verdadera identidad.

Mientras el médico trabajaba, no pude evitar mirar los vendajes que cubrían mis manos y mi rodilla. Eran una prueba tangible de mi vulnerabilidad, de mi nueva condición mortal. Y aunque sabía que no podían ver más allá de mi apariencia humana, sentía que me estaban examinando en busca de algo más, algo que no podía explicar.

Al terminar, el médico me indicó que todo parecía estar bien, que solo eran rasguños superficiales. Me levanté de la camilla con un suspiro de alivio, agradecido de que mis heridas no fueran más graves. Pero a medida que salía del consultorio, sentí la mirada penetrante de Thomas sobre mí.

—¿Estás bien? —preguntó, su voz llena de preocupación.

Asentí, intentando parecer seguro de mí mismo, aunque por dentro me sentía todo menos eso. Me pregunté qué pensaría Thomas de mí, si sabría la verdad sobre quién era realmente. Pero decidí guardar mis dudas para mí mismo, al menos por el momento.

—Sí, estoy bien. Gracias por llevarme al médico —respondí, tratando de sonar lo más convincente posible.

Thomas asintió con una sonrisa, pero vi una sombra de preocupación en sus ojos. Me pregunté qué estaría pensando, qué secretos ocultaba detrás de su apariencia amable y servicial.

Nos dirigimos de regreso al automóvil en silencio, sumidos en nuestros propios pensamientos. Mientras nos alejábamos del hospital y nos adentrábamos de nuevo en el bullicio de la ciudad, me sentí como si estuviera en un sueño. Todo era tan confuso, tan extraño. Pero una cosa era segura: mi vida había cambiado para siempre, y no tenía idea de qué depararía el futuro.

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Al llegar al estacionamiento, me quedé atrás, sumido en mis pensamientos y sintiendo el peso de la incertidumbre sobre mis hombros. Thomas se volvió hacia mí con una expresión de preocupación.

— ¿Estás seguro de que está todo bien? —preguntó, con una nota de inquietud en su voz.

Asentí con una sonrisa forzada.

— Sí, estoy bien. Pero ahora mismo tengo que retirarme. Tengo asuntos pendientes que atender. Gracias por llevarme al médico, Thomas. Te lo agradezco mucho.

Thomas pareció dudar por un momento, como si quisiera decir algo más. Finalmente, ofreció una solución:

— Si quieres, puedo llevarte a donde necesites ir.

Negué con la cabeza.

— Está bien así. Es mejor que cada uno tome su propio camino. Gracias de nuevo, Thomas.

Antes de despedirse, Thomas sacó una tarjeta de presentación y me la ofreció.

— Toma, por si necesitas algo más. Y recuerda, siempre puedes contar conmigo.

Tomé la tarjeta y la guardé en el bolsillo de mi abrigo negro, junto con las palabras de amabilidad de Thomas. Nos despedimos con un apretón de manos y me alejé, sintiendo el peso de la incertidumbre sobre mis hombros.

Mientras caminaba por las bulliciosas calles de Nueva York, me preguntaba si la persona a la que buscaba estaría dispuesta a ayudarme. Sabía que había causado problemas en el pasado, que había decepcionado a aquellos que me rodeaban. No creía merecer su apoyo, pero no tenía otra opción más que intentarlo. Con determinación en mi corazón, me adentré en las calles de la ciudad, decidido a encontrar una solución a mis problemas, aunque no sabía qué le depararía el futuro.

𝑺𝒖𝒆𝒏̃𝒐𝒔 𝒅𝒆𝒍 𝑶𝒍𝒊𝒎𝒑𝒐: 𝑼𝒏 𝒅𝒊𝒐𝒔 𝒆𝒏𝒕𝒓𝒆 𝒎𝒐𝒓𝒕𝒂𝒍𝒆𝒔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora