PERSONAS VITAMINA

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Una de mis personas vitamina es mi amigo Rodrigo. Le conocí cuando estaba realizando la residencia con especialidad de Psiquiatría en Madrid. Coincidimos en una fiesta y estuvimos hablando hasta tarde. Simpático, con mucho sentido del humor y gran corazón. Desde aquel día se originó una amistad entrañable entre él y mis hermanas, mis padres, mi marido y, con los años, con mis hijos. Le llamamos cariñosamente tío Rodrigo porque se ha convertido en uno más de la casa. Ha estado presente en todos los eventos familiares desde hace más de diez años y es alguien que quiere mucho y se hace querer. Tiene un corazón de oro.

Durante mis guardias en el hospital solía tener noches muy duras tratando pacientes graves. La mayor parte de las veces no descansaba y apenas cenaba. Rodrigo vivía muy cerca y más de una noche o madrugaba, cuando él volvía de trabajar, se acercaba a la puerta con algo de chocolate —soy una apasionada del chocolate, a cualquier hora del día— o un bocadillo para que no desfalleciera.

¿Por qué te hablo de mi amigo Rodrigo? El día 13 de abril del 2019, a las doce de la mañana, me encontraba con mi marido rumbo a Hong Kong, a un viaje que teníamos cerrado desde hacía un año. Le llamamos desde el aeropuerto para decirle que nos íbamos, pero no conseguimos localizarle. Cuando llevábamos una hora de vuelo, me conecté al teléfono para comprobar algunos datos del destino y vi que me había llegado un audio de su hermana mayor al WhatsApp: «Rodrigo ha sufrido un ictus. Se encuentra en urgencias y es irreversible. Ven a despedirte de él».

La angustia se apoderó de mí. Estaba atrapada en un vuelo de más de diez horas. Tremendos pensamientos se apoderaron de mi mente. ¿Fallecerá? ¿No volveré a verle nunca? Los minutos se me hacían eternos mientras lo hablaba con mi marido. Estar conectada al wifi del avión generó más pesar que alivio, ya que los amigos y la familia que se iban enterando me escribían, cada uno compartiendo su enfoque al respecto.

Rodrigo entró en coma profundo. Tenía la mitad del cerebro —el hemisferio derecho— infartado. Yo conocía a uno de los médicos de la UCI donde estaba ingresado y le llamé desde Hong Kong. Me contó que el pronóstico era muy malo, tardaría meses en recuperar algo de «normalidad», si es que sobrevivía y se despertaba.

Cuando regresé y por fin pude acudir a la unidad de cuidados intensivos a visitarle me contaron su evolución. Debido al aumento de la presión intracraneal le habían extirpado un trozo de calota —hueso del cráneo— y tenía la cabeza deformada. La imagen era impactante y muy dura. Los más cercanos le acompañábamos los pocos ratos que nos permitían y le hablábamos contándole como siempre nuestras cosas, pero el sentimiento era de enorme tristeza.

Rodrigo seguía muy grave, no respondía a ningún estímulo y la lesión persistía. Pasaron los días, las semanas... y el milagro sucedió. Me llamaron una mañana para decirme que se había despertado del coma. Corrí hacia el hospital y cuando entré en la habitación comenzó a balbucear palabras en inglés —nunca en mi vida le había oído hablar este idioma—. Me acarició la cara en cuanto me acerqué. Los médicos nos pedían prudencia y nos avisaron de que la evolución iba a ser muy lenta, de meses o incluso de años. Sobre todo hacían hincapié en la agresividad que podía aparecer tras un ictus tan masivo y advertían que le costaría mucho conectar emocionalmente con nosotros.

De forma asombrosa comenzó a hablar a los pocos días. Recuerdo, estando aún en cuidados intensivos, una conversación que mantuve con él donde me preguntaba por mi libro, por cada uno de mis hijos —¡con sus nombres!— y por temas que recordaba plenamente del pasado. Se emocionaba, con lágrimas en los ojos, al tratar sobre nuestras cosas.

Solicité ver una resonancia magnética de su cerebro porque como médico no me explicaba cómo era capaz de conectar, recordar, sentir y expresar lo que yo estaba viendo. La resonancia mostraba la mitad del cerebro negra, completamente infartada. Desde ese día Rodrigo se convirtió en un reto científico y psicológico para mí. Seguía siendo nuestro tío Rodrigo, nuestro amigo del alma, pero, además, su recuperación constituía un desafío desde el punto de vista profesional. Nada cuadraba. Los médicos no entendían su evolución.

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