1.1 LA HORMONA DE LOS ABRAZOS

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Probablemente hayas escuchado hablar de la oxitocina. Es una hormona muy importante para la mujer en su vida reproductiva y tiene un papel esencial en el embarazo, el parto, la lactancia y las relaciones sexuales. Se libera por la glándula pituitaria, tras la activación del hipotálamo.
Cuando una mujer rompe aguas, se produce una liberación masiva de oxitocina que es responsable de las contracciones. De hecho, muchas parturientas son tratadas con oxitocina artificial para arrancar el trabajo de parto y apoyar el alumbramiento.
La hormona también está íntimamente ligada a la lactancia. La estimulación del pezón libera oxitocina en el tejido mamario y ello provoca la salida de la leche. Además, está presente en las relaciones sexuales: influye de manera activa en la sensación de bienestar y placer que surge durante las caricias, los masajes y el propio acto sexual en sí.

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Todos los momentos en los que se segrega oxitocina están ligados al desarrollo de los lazos humanos.
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Mis conocimientos sobre esta hormona venían de mi época de estudiante de Medicina. Escuché teorías varias, pero no ahondé en el tema hasta que un hecho en mi vida me hizo darme cuenta de que la oxitocina iba a ser la compañera de viaje de mis próximos estudios y conferencias. 

Era invierno, unos meses antes había nacido uno de mis hijos y empezaba a incorporarme poco a poco al trabajo. Ese día me habían invitado a una jornada de psiquiatría en la que iban a presentar un nuevo fármaco. El evento tenía lugar en un céntrico hotel de Madrid y fui en coche. 

 El aparcamiento donde lo estacioné es un lugar donde las plazas son muy estrechas y las veces que he tenido que dejar el vehículo allí siempre he tenido problemas para maniobrar. 

 Nada más terminar la conferencia, me marché porque tenía que dar de comer a mi hijo que seguía con lactancia. 

 Esa tarde las luces del aparcamiento no funcionaban bien y estaba más oscuro de lo habitual. Según iba caminando al coche, vislumbré un hombre alto cerca que me miraba fijamente. Empezó a seguirme y en un momento dado se puso a gritar que le diera el móvil. Asustada, le dije que no. Mi corazón empezó a latir fuerte, comencé a angustiarme y el cortisol me invadió: todo mi sistema de alerta se puso en marcha; taquicardia, taquipnea, sudoración... Era incapaz de pensar, solo quería salir corriendo, pero estaba en la planta tercera del aparcamiento subterráneo. 

Nerviosa, busqué las llaves en el bolso y le dije al tipo que me dejara en paz. En ese momento comenzó a acercarse más y dio un grito avisando a alguien. Aprovechando ese instante me subí al coche y no recuerdo ni cómo arranqué. Salí disparada, milagrosamente no tuve que detenerme con maniobras y logré dejar atrás el peligro. Durante todo el recorrido hasta casa, el corazón me latía a gran velocidad y estaba alterada. Sentía miedo y no había manera de calmarme. Ya pasado el peligro, una voz —mi yo racional— parecía decirme: «¡Pero si sabes perfectamente lo que te está ocurriendo, ¡intenta relajarte!». Pero no era capaz. Ni mi marido lo logró; estaba trabajando e intentó calmarme por teléfono cuando le llamé. 

 Ya en casa, aún en el ascensor, escuché a mi hijo llorar. Llegaba un poco tarde a su hora de la toma. Todavía con el corazón encogido me senté a darle de comer. Llevaba unos minutos alimentando al pequeño cuando mi marido irrumpió en la habitación. Venía con cara de susto, pero cuando me vio se tranquilizó. Mi voz ya no temblaba al narrarle de forma pausada lo que había sucedido. No habían transcurrido ni veinte minutos desde la conversación del coche. 

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