1.6 TOCARSE ES NECESARIO PARA LA SUPERVIVENCIA

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LOS RECEPTORES DE LA PIEL 

El roce, una caricia, la brisa... son sensaciones que llegan al cerebro a través de unos receptores que se encuentran en la piel denominados corpúsculos de Meissner y de Pacini. Son los encargados de captar aquello relacionado con el tacto o las sensaciones térmicas. Desde los cambios de temperatura, las caricias, los pellizcos, los golpes o la propia textura de la ropa. Se encuentran en diferentes lugares corporales. 

Cuando el receptor es estimulado, una señal parte hacia la corteza prefrontal, que analiza qué tipo de estímulo ha llegado. Las mujeres tienen una enorme sensibilidad en los dedos, se cree que es debido a que como tienen manos de tamaño más pequeño que el hombre la red de receptores está más poblada y perciben con mayor intensidad. 

Los corpúsculos de Meissner captan los roces más sutiles y abundan en el pulpejo de los dedos y en la boca y lengua. En cambio, los de Pacini se encuentran más internos en la piel y se encargan del tacto de presión profunda y de la sensación de vibración. Están sobre todo en las manos y en los pies —ayudan, por tanto, a detectar amenazas—. Cuando abrazamos a alguien, esa presión que sentimos viene activada por los corpúsculos de Pacini. Ese abrazo va a ayudar a sentirnos mejor y a bajar nuestros niveles de cortisol. 

NO RECIBIR CONTACTO FÍSICO ENFERMA 

En el confinamiento indagué e investigué sobre el tacto y las relaciones humanas de forma intensa. El hecho de vivir aislados durante tantos meses me hizo profundizar aún más en este tema tan apasionante. 

Una de las obras que me cautivó fue el libro El tacto, del antropólogo Ashley Montagu. Sus páginas versan sobre la importancia del tacto en la personalidad, el mundo emocional y el comportamiento. Te recomiendo que lo leas si buscas ahondar en alguna de estas cuestiones. 

Montagu cuenta una anécdota acontecida en el Sacro Imperio Romano Germánico bajo el reinado de Federico II de Hohenstaufen, durante el siglo XII. Cuenta cómo el emperador tenía especial interés en conocer cuál era la lengua madre, es decir, cómo hablarían los niños si nadie les enseñara ningún idioma durante su infancia. Envió a varios bebés a una institución ordenando que fueran alimentados correctamente pero que nadie les hablara y que no escucharan palabra alguna ni recibieran afecto. Los resultados fueron demoledores: ninguno sobrevivió. No aguantaron el no recibir ninguna comunicación ni percibir expresiones faciales por parte de sus cuidadores. 

Montagu realiza en su libro un recorrido por la evolución del tacto a lo largo de la historia. Relata cómo a principios del siglo pasado, la mortalidad en los niños hospitalizados en Estados Unidos era absoluta. El doctor Henry Dwight Chapin, conocido pediatra de la ciudad de Nueva York, presentó un informe en el año 1915 compartiendo su preocupación por un tema acuciante: en casi todas las instituciones, orfanatos u hospitales del país con niños pequeños internados menores de dos años y separados de sus madres, las muertes rondaban el cien por cien. Este informe fue analizado por la Sociedad Americana de Pediatría y diferentes médicos expusieron su opinión al respecto formulando ideas similares: la calidad y las condiciones físicas, higiénicas y emocionales de estos lugares eran deplorables. 

¿Qué estaba sucediendo? Imperaba el pensamiento divulgado por Luther Emmett Holt, profesor de la Universidad de Columbia y pediatra en el Hospital de Nueva York. Había publicado el libro The Care and Feeding of Children, que obtuvo un enorme éxito editorial e influyó en la manera en la que se trataba a los bebés. En sus quince ediciones proponía ideas tales como no demostrar afecto y cercanía a un niño, evitar cogerle en brazos si lloraba, determinar horarios fijos para la alimentación o prohibir las cunas mecedoras. 

La causa principal del fallecimiento de estos bebés era el marasmo que, al igual que otras enfermedades nutricionales como el kwashiorkor y la caquexia son cuadros de desnutrición extrema que acontecen entre el primer y el segundo año de vida. Es de tal gravedad que desencadenan un déficit calórico total y pueden acabar en muerte. 

El doctor Fritz Talbot, pediatra en Boston, viajó por diferentes países buscando la causa del marasmo. En Alemania visitó algunos orfanatos y hospitales antes de la Primera Guerra Mundial. En ese país sí eran conscientes de la importancia de inculcar afecto a los pequeños durante su ingreso. Una anécdota que le asombró profundamente ocurrió en un hospital de Dusseldorf. El director del centro al que acudió le enseñó las diferentes salas donde estaban ingresados los pequeños. Las condiciones eran buenas, saludables, limpias y agradables. En una de las habitaciones observó a una señora mayor que portaba a un bebé. Sorprendido, preguntó de quién se trataba y el doctor Schlossmann, el director, le contestó que Anna y que era la que se encargaba de aquellos bebés que habían sido desahuciados y los médicos no tenían esperanza para su curación. Ella, con su tacto y su cariño, los «sanaba». Suponemos que ese afecto que prodigaba a esos bebés —ese contacto físico— tenía el poder de despertar los mecanismos fisiológicos más profundos de ese niño que luchaba por la vida. 

René Spitz (1887-1974), psicoanalista estadounidense, también se preocupó por esos cuadros de marasmo en niños. Investigó con profundidad los síntomas en los menores de un año ingresados sin la presencia de su madre o de una figura de apego en periodos de tres a cinco meses, aproximadamente. A pesar de estar bajo el tratamiento adecuado, no recibían atención emocional ni cariño por parte de los cuidadores de la institución y estaban alejados de sus madres. Tras observar cientos de bebés, definió la depresión anaclítica o síndrome de hospitalismo para referirse a la patología que asomaba en esos niños ingresados, aislados, solos o abandonados en hospitales u orfanatos. Al no ser capaces de adaptarse a esa situación tan dura sin la presencia de sus madres, presentaban un retraso en el desarrollo físico —delgadez extrema y déficit nutricional—, síntomas depresivos —como dificultad a la hora de comunicarse y expresarse—, mirada fija, falta de movimientos y energía y pérdida de apetito. Esto se unía a un sistema inmune debilitado que les causaba una mayor probabilidad de contraer infecciones o enfermedades graves, y muchos fallecían. Esos bebés, emocionalmente descuidados, se iban apagando lentamente. 

Este síndrome también se observaba en aquellos niños que habían sido abandonados en algún hospital u orfanato y tardaban en retomar el contacto físico y emocional con una figura de apego —padres adoptivos o cuidadores—. Lo interesante es que en muchas ocasiones esos síntomas remitían cuando los bebés volvían a conectar con su madre o eran adoptados por una familia que les llenaba de cariño. 

En los lugares pobres donde las madres cuidaban de forma atenta y amorosa a sus hijos, la tasa de mortalidad era menor que en aquellos hogares donde sí existía comida y las condiciones eran más favorables, pero la expresión afectiva era menor o casi nula. Esa falta de cuidado emocional podía desencadenar marasmo e incluso llevar a la muerte. 

Tras analizar estos estudios, en el Hospital Bellevue de Nueva York se implantó una medida para poder coger a los niños en brazos y demostrar afecto con ellos. La tasa de mortalidad descendió a menos del cincuenta por ciento pocos años después. 

Spitz fue pionero en comunicar estos resultados que se daban en las instituciones con bajo nivel afectivo, pero pronto llegaron las investigaciones de John Bowlby, Harry Harlow y Mary Ains worth, que revolucionaron el mundo psicológico y emocional, y a las que dedicaré un apartado importante en el bloque sobre el apego. 

La piel, el contacto, la oxitocina, la mente y la salud están profundamente unidos, por eso siempre defiendo a capa y espada la importancia del contacto físico desde la infancia. 

¡Sí! Durante los últimos siglos se han cometido errores, pero el mensajees esperanzador, ¡vamos por buen camino! Y gracias a las investigaciones ya la divulgación estamos haciendo de este mundo, a veces excesivamente frío y poco cercano, un lugar más amable y seguro para vivir.


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