CAPÍTULO 33

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Neville Longbottom era un niño olvidadizo y torpe de segundo año, aunque podría pasar desapercibido entre los de primero por sus facciones aniñadas a pesar de no ser tan pequeño. No era el tipo de chico que habría llamado la atención de Perséfone habitualmente, a pesar de su tendencia de quedarse atascado fuera de la sala común por haberse olvidado de la contraseña. El único factor por el que ella recordaba su nombre y rostro con claridad era porque era el único de los compañeros de habitación de Ron y Harry que no le había causado problemas.

Neville era el único de los compañeros de Ron y Harry que no había corrido por Hogwarts esparciendo rumores infundados sobre el héroe que había salvado al mundo mágico y su mejor amigo, o, lo que era peor, divulgando secretos que habían recibido como confidencias.

Y Perséfone era al menos respetuosa de aquellos en quienes reconocía el hecho de que no habían cometido ningún error. Les tenía una consideración especial. Les dejaría pasar fácilmente un error, les ofrecería ayuda si estaba en sus manos, y les sonreiría cuando se cruzara con ellos en los pasillos.

Pero cuando Neville se le acercó corriendo esa tarde, con el rostro redondo ruborizado y torcido por el horror, no fue ese especial aprecio por el chico lo que la impulsó, sino un miedo crepitante porque si bien el chico era asustadizo y podía tender a la exageración, algo, por más mínimo que fuera, debía haber sucedido. Y Perséfone no estaba preparada para manejar más imprevistos, no con los nervios destrozados como ya estaban.

— ¡Perséfone! —chilló Neville, haciendo un sonido similar al de una lechuza.

— ¿Qué sucedió? —preguntó ella, deslizando la mano hacia el bolsillo de su túnica donde guardaba la varita.

—Nuestra habitación —dijo él, con la voz entrecortada y mirando a su alrededor con espanto.

— ¿Qué sucedió con su habitación? ¿Le pasó algo a Ron o a alguno de tus otros compañeros?

—No... —Se apresuró a responder Neville. Su expresión era la de alguien al borde de la hiperventilación. Claramente tenía algo para decir, pero era físicamente incapaz de conectar su cerebro con su boca para expresarse correctamente, más allá de tartamudeos y frases inconexas. —Necesitas verlo.

—De acuerdo, vamos.

Con el corazón en un puño, ambos subieron las escaleras hacia la habitación de los chicos. Perséfone seguía a Neville con paso rápido y tenso, su mente girando con posibilidades de lo que podrían encontrar al llegar a la habitación de los chicos. La preocupación se aferraba a ella como una sombra oscura, alimentada por el nerviosismo de Neville y su propia incertidumbre.

Cuando llegaron, la puerta estaba entreabierta. Neville se detuvo frente a la entrada, temblando ligeramente, como si el mero acto de mirar hacia adentro fuera a desencadenar una catástrofe.

Perséfone inhaló profundamente, tratando de mantener la calma mientras empujaba la puerta. Al entrar, se encontró con un caos desordenado que era exagerado inclusive para los estándares de una habitación compartida entre cuatro adolescentes. Las camas estaban revueltas, las cortinas desgarradas, y los útiles escolares esparcidos por el suelo.

No había un solo baúl dejado sin abrir o cajón del escritorio sin voltear.

—Merlín... —susurró Perséfone, su mirada recorriendo la escena con preocupación. Neville no dijo nada, pero su expresión era elocuente. Parecía a punto de desmoronarse en cualquier momento—. ¿Tienen algo para decir, chicos?

Ron y Harry, de pie en el medio del desastre como de pie dentro de un huracán. Parecían tan inquietos como Neville, lo que era mucho decir, y eso no hacía sino preocuparla más.

—Neville... ¿Podrías dejarnos solos con Perséfone un momento, por favor? —pidió Harry.

—Claro —respondió inmediatamente Neville, por reflejo, y pareció arrepentirse, pero no se retractó—. Buscaré a Percy.

Neville se alejó de inmediato. Apenas la puerta emitió el crujido al cerrarse, ambos chicos se miraron entre sí y se dispusieron a examinar frenéticos el lugar.

Perséfone los habría detenido de haber creído que podrían dejarlo peor de lo que ya estaba.

— ¿Piensan decirme qué sucedió aquí? ¿Tuvieron un duelo de magia en su habitación o cómo diablos hicieron este desastre? —preguntó Perséfone, tratando de mantener la ligereza en su voz.

— ¡Por supuesto que no! —exclamó Ron, con voz aguda, sin mirarla, inspeccionando su almohada.

—Nosotros no lo hicimos —respondió Harry, alterado—. Lo encontramos así. Creo que estaban buscando algo.

Quienquiera que hubiera estado husmeando, debía ser de tercer año o menor, cualquier alumno después de cuarto año tendría la sabiduría de utilizar el encantamiento convocador para robar algo en lugar de provocar ese caos. Era evidente que chicos de segundo año no tendrían la inteligencia o poder para colocar protecciones a prueba de encantamientos de esa índole. Y, por supuesto, debía estar en Gryffindor para tener acceso a la sala común. Perséfone no compartió sus teorías en voz alta y los miró, aguardando con impaciencia a que le dieran más información.

—Creo que todas mis cosas están aquí. Destrozadas, pero están —dijo Ron, con un bufido—. No debe haber encontrado lo que buscaba.

—En realidad, creo que encontró exactamente lo que buscaba —replicó Harry, los dientes casi le chirriaban por la fuerza con la que apretó la mandíbula mientras se dejaba caer en el suelo en cuclillas para examinar los pergaminos sueltos.

— ¿Qué es lo que falta? —preguntó ella, con cautela. No le iba a gustar la respuesta, lo sabía, probablemente porque también sabía cuál sería esa respuesta.

Había una sola cosa nueva en esa habitación. Una sola cosa que alguien podría querer robar (y sabía eso porque ella misma había pretendido robarlo al final del día, pero se le habían adelantado).

—Hace unos días encontré algo extraño en mi mochila, debo haberlo tomado por error o alguien lo puso ahí. Un diario en blanco, con un nombre: Tom Marvolo Riddle.

Lo sabía. Ella lo sabía, desde antes siquiera de que él hubiera podido decirlo, ella había sabido que eso era lo que iba a decirle. Pero haberlo deducido desde antes no ayudaba, no quitaba la presión de su pecho, no quitaba la sensación de que la habitación se hacía cada vez más pequeña a su alrededor.

No había sentido nunca en esa magnitud la necesidad de hablar la lengua de las serpientes, simplemente porque deseaba, necesitaba, comprobar que aún podía hablarla. Que, discutiendo o en buenos términos, que en sus manos o en las de alguien más, seguía teniendo una parte de él con ella, la parte que él voluntariamente le había dado porque la quería cerca tanto como ella a él.

Y, de nuevo, Tom volvía a escapársele de las manos.

Y, joder, se arrepentía. Se arrepentía de no haber aceptado de inmediato darle todo lo que él quería, cuando ahora se enfrentaba a la real posibilidad de no recuperarlo.

MAKE ME YOUR ENEMY, tom riddle [✔️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora