Capítulo XIII

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Emma

No se nada de Yanneth hace dos días desde la última vez que nos vimos, a través de esas vallas, me mataba la curiosidad y la preocupación. Pasaba fuera de su casa, tratando de ver por las ventanas pero pocas veces veía las velas encendidas, me preguntaba si la estaba pasando mal en este invierno, si en algún momento saldría de su casa para ver la nieve o para cuidar a las cabras, sentir esa emoción de ver el campo con una capa tan blanca como su piel.

Mi mamá no ha ido más al pueblo hasta unos escasos dias, se queda conmigo, ordenando mi hogar y guardando cosas en cajones de madera. Le pregunté si nos íbamos a ir, su respuesta fue un tajante no, pero sabía que me mentía. De cierta manera la entiendo, mi padre ya no está y si seguimos esperando podríamos pagar con nuestras vidas.

Llevaba una pesada falda con enaguas viejas, las capas de tela le daban el calor que le faltaba a mi cuerpo, una camisa con cuello extraño y un abrigo demasiado tosco para ser de una “dama”, con botones grandes y mangas deshilachadas.

Estos días mi compañía ha sido el mar, ver las olas tranquilas a la lejanía para que luego se vuelvan tan bruscas como un hachazo a un tierno árbol. De vez en cuando se forma escarcha, la espuma llega un poco más lejos que de costumbre, el sonido silencia mis pensamientos, pensar en ella derrite mi corazón, como una constante vela.

Trataba de buscar mi consuelo en la naturaleza, en árboles que yacían cortados en la profundidad del bosque, incontables astillas se habían sumergido en mis manos.
Me pregunto cuántas tenía Jesús al cargar la cruz.

No tenía la costumbre de morderme las uñas, pero estos momentos de desespero me llegaban hasta la garganta, asomando por mi lengua. Más que nunca sentía la necesidad de gritar mi amor por esa chica de cabello pelirrojo, pero este lobo vestido de oveja me cortaba las manos y me escupía en la cara, apuntandome como bruja junto a mi madre, mi cerebro caía cuesta abajo, al pensar tantas opciones y soluciones, pero ninguna de ellas capaz de sacar a Yanneth de esa casa.

—¡Emma!—Mi madre llamándome en la entrada del bosque, elevando un mantel y moviéndolo hacia ambos lados.

—¡Voy!—Respondí, limpiando mis manos sucias entre sí.

Levante un poco mi falda para ir más rápido hacia la salida, mi madre tenía un olor dulce, duraznos, miel y humo de la cocina.

—Estaba pensando que podrías llevar unos frascos de mermelada a la familia Schäfer…ya sabes, para que se calmen un poco—Mi madre tenía una sonrisa temblorosa, al igual que sus manos, veía en ella ese atisbo de esperanza para que no cayera en la absoluta pena.

Que dramática Emma.

Pero la extraño tanto.

—Madre…—Trate de interrumpirla.

—Te deje unas cuantas encima de la mesa, trata de no moverlas mucho—Me dio un leve apretón en el hombro y en mi mejilla izquierda—Ve—Y se fue, camino al pueblo con una canasta a rebosar de cosas.

Suspiré al verla irse tan de prisa, sabía que mi respuesta iba a ser pesimista. Lo único que me quedaba era ir a esa casa a entregar esas estúpidas mermeladas. De seguro están exquisitas.

Entre a mi casa, con una tela gris envolvi tres frascos, la mezcla era de color casi rosa, se veian trozos de duraznos y la miel recorriendo la espesa mezcla. Me aseguré de agarrarlas bien y respirar varias veces antes de afrontar a esa mujer.

Pocas veces he escuchado un piano, solo aquel que está en la iglesia, ese viejo y desolado piano lleno de telarañas, en estos momentos siento que mi cabeza son esos sonidos graves, tan tortuosos, cansadores y que te llevan a la tentación de temer.

HIPOFRENIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora