26. Desavenencias

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Parecía que la luna quería ser partícipe de todas las fechorías que se llevaban a cabo aquella noche, pues iluminaba con fuerza hasta la más recóndita callejuela de la ciudad.

El camino de tierra solía ser tenebroso por la noche. Las sombras de los árboles creaban extrañas figuras en la ya oscura senda, como si intentaran advertir a los transeúntes de que el final del camino era el infierno mismo, donde las más perversas criaturas habitaban. Por contra, en dirección a la ciudad, la sensación era diferente, pues la oscuridad terminaba en la luz que anunciaba el destino civilizado, tan ansiado por los demonios que querían escapar de las tinieblas.

Margot había recorrido el camino en ambas direcciones alguna que otra vez, pero no pertenecía a ninguno de los dos mundos, pese a que la sociedad había intentado decidir por ella en numerosas ocasiones. Con todo, aquella vez se dejó contagiar por esas habladurías que diferenciaban el cielo y el infierno en la tierra, pues en pocos pasos saldría de la penumbra de los árboles.

Sin embargo, se percató a lo lejos de una singular sombra alargada y rígida, diferente de cualquier arbusto de la senda. Conforme se acercaba, distinguió la forma humana y, como si esta la hubiera escuchado, se movió para interponerse en su camino. Era un extraño para sus ojos, pero sabía perfectamente quién era.

—¿Ya se marcha? —comentó Amós simulando que no conocía de sus planes—. Pensé que se quedaría una temporada por aquí. Al menos, hasta el amanecer.

Margot se paró a varios pasos de él. Si bien el espacio era lo suficientemente grande para sortearlo por el costado, no fue capaz de dar un paso más. Todo lo que sabía de esa persona era de oídas, pero lo último que le dijeron antes de mudarse a Witfort era que mantuviera la distancia con él. ¿Por qué tanto miramiento por un solo hombre? Ninguno supo responder, y es que incluso los espíritus le respetaban.

Ella no quería sentirse inferior, no podía si quería salvarse y huir de la ciudad esa misma noche, de modo que mantuvo la cabeza alta, para mostrarse envalentonada.

—Tengo que atender unos asuntos importantes en otro lugar. Discúlpeme, pero tengo prisa.

—Sí, siempre es una cuestión de tiempo, pero ni usted ni yo lo tenemos —declaró en un tono solemne que distanciaba mucho de la primera intervención.

—Habría preferido que nos hubiésemos conocido en otras circunstancias —respondió cortada, aún intentando que sus pies obedecieran a su cabeza y poder continuar.

—Seguro que sí. Será mejor que retrase esos asuntos importantes, tenemos que hablar.

—No me apetece.

—Pues negociemos. Sé que eso sí que te interesa —propuso contundente, casi obligando. No la respetaba ni era quien para para hablarle de usted, así que olvidó las formalidades y habló con franqueza—. Aquí nadie nos puede oír. ¿Llevas una vela blanca? Porque yo no. —La mujer no dijo nada, sino que bajó la mirada, delatando sin pretenderlo su inseguridad, de modo que Amós continuó—. Lo que estáis haciendo no nos conviene a ninguno. Si hace falta lo ocultaré, pero esto debe terminar ahora.

—No.

—¿No?

—No depende de mí, solo soy la mensajera.

Volvió a levantar la cabeza, suplicando con los ojos el perdón. Sentía tener que marcharse sin ayudar, pero solo obedecía a un poder mayor que, claramente, la inquietaba. Y Amós comprendía cómo se sentía, pues por esa misma situación había pasado él tantos años atrás. Aun así, ella era la única nigromante que conocía en la actualidad y la única que podía escucharle.

—Tú les has oído, tan alto como yo, pero no entiendo nada y seguro que tú tampoco. Hay desavenencias en el Otro Mundo. Por algo los espíritus no pueden interferir en este mundo, hay que mantenerlos alejados. ¿No te acuerdas de la última vez que se alteraron tanto? —Dejó de hablar. Las palabras no parecían llegar hasta ella, pese a que su rostro serio lo miraba con atención. Entonces cambió de táctica, en lugar de intentar explicarle por qué la situación era tan delicada, apelaría a su sentido del deber, a su moral, a cualquier cosa... los juzgaría—. Queréis enfrentaros al mundo desde las sombras y, cuando las cosas van mal, sois los primeros que os escondéis. ¿Cómo pretendemos que confíen de nuevo en nosotros si les damos la espalda?

La conjura del eclipseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora