31. La amortajada

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Había sido una mañana extraña, sin nada que hacer salvo llorar la ausencia de su hermana. Sin embargo, no le había sido posible soltar una sola lágrima después de salir de ese cuarto oscuro, donde la amortajada descansaba sobre la cama. Había dejado a su madre junto al cuerpo, incapaz de apartarla de su hija pequeña, y a su padrastro intentándola consolar en balde, pero cómo iba a conseguirlo si él también sentía el mismo vacío. Su hermano no se había movido del sillón, aunque era el único de la familia que parecía vivir otra relidad, su mirada inquieta iba de una persona a otra curioso por sus gestos, pero sin interesarle las conversaciones susurradas. Ya eran varios los que se habían congregado en el comedor de la casa para despedirse de la pequeña o para dar el pésame a la familia que ahora debía sobrevivir sin la alegría de esa casa, que se iba al Otro Mundo.

Realmente no podía llorar, debía atender las condolencias de estas personas, pues quién si no iba a hacerlo. La señora Wembley intentaba tomarle el relevo, alegando que estaba cansada y que debía estar junto a sus padres llorando, por lo que ella debía encargarse de entender a los invitados. Parecía que le estaba diciendo a Sally cómo comportarse, como si ella no tuviera derecho a hacer lo que quisiera, lo que la estaba irritando hasta el punto de querer gritar que se marchara y se llevara a esos carroñeros que aprovechaban ese acontecimiento para socializar, como si fuera una nimiedad que una familia hubiese perdido a un miembro tan importante. Pese a que por fuera se mantenía serena y fuerte, por dentro sentía un nudo que oprimía su corazón causándole un gran dolor.

No, Sally no podía soportar la casa ni la gente, aunque tampoco sabía qué podría soportar en aquel momento. «Ella —pensó amargamente—. Solo ella me basta». Se había acercado a la puerta en un intento de huir de la muchedumbre, pero allí era peor, pues podía ver a todos los vecinos que quedaban por entrar. Resopló suavemente evitando llamar la atención y se esforzó en asentir cuando dos personas se le acercaron, sabía a lo que venían y el nudo en su pecho apretó con más fuerza. De pronto una tímida voz en su cabeza se hizo oír, hacía días que quería manifestarse, pero todavía no se atrevía y ahora le confesaba que quería ver el mundo arder. Aquella voz era la única que le podía dar consuelo: «Un mundo que la merezca —se dijo—, aunque sea tarde».

Tras la confesión ya no había nada en su cabeza más que esa resolución, y es que no podía recordar nada antes de ese momento. Se despidió bruscamente de la pareja y se dirigió decidida hacia la habitación, ignorando que hacía apenas unos minutos había salido de allí por no poder soportar ver la sábana blanca dibujando la silueta de una pequeña niña. Con todo, entró con delicadeza para no alterar la paz del panteón.

Se asombró de ver que se habían intercambiado las posiciones. Ahora Gregor velaba el lecho mientras Olive estaba sentada en la silla al fondo del cuarto, dirigiendo la mirada hacia la esquina de la cama, solo porque al dejarse caer sobre el asiento se había quedado en esa postura. Se acercó a su madre con tanto sigilo que ni Gregor se dio cuenta de que alguien había entrado. Acarició su cabello para despertarla del letargo en el que estaba sumida, y cuando respondió se agachó a su lado de manera que sus ojos se pudieran encontrar con facilidad.

—Mamá —habló con un fino hilo de voz, exento de la fuerza con que había tomado la decisión—. ¿Cuál es ese nuevo amanecer? ¿Qué debo esperar después del eclipse?

Por primera vez, el rostro de su madre mostró una emoción distinta de la aflicción. Alzó las cejas y acto seguido arrugó el entrecejo, revelando sorpresa y algo de desconcierto, pero solo se atrevió a devolverle la caricia.

—Díselo, Olive.

Sally se giró ante la petición de Gregor, y le descubrió mirando a Olive implorante. Sally pensó que ya no quedaban más sentimientos posibles para mostrar aquella noche.

La conjura del eclipseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora