27. Un rastro de humo

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Caminaba de vuelta a su casa con un tonto contoneo, al son de la música que había escuchado en el baile. Ni siquiera se daba cuenta de los saltitos que daba cada pocos pasos o de cuando la canción que tarareaba se escapaba de sus labios. Tampoco se percató de las curiosas miradas de los pocos transeúntes que merodeaban las calles a esas horas de la madrugada. Y esa ignorancia se debía a que su cabeza se había quedado en blanco al poco de comenzar a andar; su cuerpo actuaba solo por el recuerdo de una sensación, mientras que su mente prefería no hacer memoria.

La noche era fría, como todas las demás, pero aquella en concreto se sentía diferente, notaba un calor acogedor en el pecho y un hormigueo agradable en el estómago. Una sensación que jamás había sentido y que estaba decidida a rechazar. Aunque ella, en ese momento, no sabía a qué se debía.

Lo que sí notó es que el viaje se le hizo corto, demasiado para lo lejos que estaba. Parada ante la puerta de su casa se sintió ridícula, llevaba una sonrisita en la cara poco acorde con ella, y es que no tenía motivos para estar de tan buen humor, sino todo lo contrario: pese a que habían logrado salir del Palacio Real con el reloj, no lo tenía en sus manos. Aún más, este era la prueba de que su madre estaba cometiendo alta traición a la corona (aunque aún no sabía cómo) y su hermana estaba postrada en cama. Parecía tener el mundo en su contra y su rostro estaba ardiente. ¿Por qué?

Se serenó con la ayuda de un largo y profundo suspiro antes de entrar en casa.

El interior de la vivienda estaba iluminado únicamente por el fuego de la chimenea, a punto de extinguirse. Empezaba a colarse el frío que la hoguera debía ahuyentar, de modo que Sally reanimó las llamas y acercó sus manos para calentarse; entonces oyó el leve respirar de alguien dormido, de su hermano durmiendo en el sillón. Pese a la incomodidad de este, parecía estar a gusto.

No hizo ningún ruido cuando se dirigió a la habitación donde se hallaba su hermana. La encontró sentada sobre la cama, con la manta apenas tapándole las piernas, y mirando hacia una esquina del cuarto como si mantuviera una conversación con un fantasma. Sally miró en la misma dirección, pero solo había dos velas encendidas sobre la cómoda para iluminar la estancia. Se sentó en la cama mientras arropaba a su hermana con la manta.

—¿Con quién hablas?

—Con mi amigo —respondió Lily. Sally sonrió, ya había oído anteriormente a su hermana hablar con un amigo imaginario.

—¿Con tu amigo Todd?

—No, es un amigo nuevo que he conocido hoy. —Desvió de repente la cabeza y volvió a mirar a Sally—. Quiere que sepas que está orgulloso de ti y —De nuevo miró hacia la esquina— que, aunque no te haya conocido, te echa de menos.

Sally se giró, era extraño lo que su hermana estaba diciendo y temía que realmente hubiera algo allí con ellas, pero por más que buscara, solo estaban esas velas. La llama del cirio blanco, por un momento, le pareció que había temblado.

—No te preocupes —dijo Lily—, él confía en ti.

Los ojos de Sally se movieron veloz barriendo toda la habitación, hasta que tomó consciencia de lo que ocurría, recordando todas esas historias que los niños se contaban sobre antiguas leyendas de magia y nigromancia. Entonces fijó los ojos en la vela blanca.

—¿Papá? —preguntó al cirio con la esperanza de recibir una respuesta, fuera del modo que fuera, pero la llama no se movió.

—Papá no está —respondió inocente Lily a su hermana. Todavía no comprendía bien que Sally no era hija biológica de Gregor y que tenía otro padre que falleció, de modo que no veía la intención de su hermana en esa pregunta.

La conjura del eclipseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora