32. Amenaza

2 2 0
                                    

El leve zumbido de una intrépida mosca despertó a Sally del letargo en el que se había sumido esos escasos minutos. Entonces recuperó los demás sentidos y poco a poco volvió a sentir todo a su alrededor: el cuerpo de su hermano aferrado al suyo, el olor humeante de las velas, la sequedad de su boca, el llanto de su madre y el vano consuelo de la señora Wembley.

Al despegarse de su hermano no encontró resistencia, sino más bien alivio, como si ese abrazo hubiese sido más necesario para ella que para él. Aceptó de buen grado esa opinión, pues había sido el único momento de paz que había sentido en todo el día.

Se encaminó hacia la habitación, pero, conforme sus pasos se iban acercando y oía mejor el lamento de su madre, las fuerzas se le escapaban con cada respiración, por lo que tuvo que regresar y sentarse en el sofá. Mantuvo una postura firme que pronto abandonó por el cansancio exteriorizado, echada hacia delante sostenía la cabeza con las manos, de manera que sus ojos húmedos no los pudiera ver Johnny.

Sin embargo, él se había percatado y la miró detenidamente, dándose cuenta de lo valioso que había sido su fortaleza aquella mañana y todos los demás días, porque jamás la había visto así de debilitada, ni la única vez que cogió un resfriado. Pero no solo observó ese cambio en su postura, sino también en su cuerpo: si bien la ropa tupida de invierno disimulaba bien las deficiencias de un cuerpo desnutrido, sí que se notaba su rostro demacrado, incluso bajo esa tenue luz de vela, más pálido de lo habitual. Nadie en la casa había tomado un bocado desde el despertar y dudaba que Sally se hubiese alimentado bien los días anteriores.

Siempre había sido ella quien le animaba en los peores momentos y ahora debía ser él quien coloborara en tal empresa, aunque no sabía cómo proceder. Pensó en comenzar una conversación, con un tema banal que la distrajera de todo el sufrimiento, pero nada había que a él le interesara en ese momento, además por su falta de elocuencia. Después se le ocurrió pedirle algo, cualquier cosa que la obligara a moverse y a concentrar sus pensamientos en una tarea, por muy insignificante que fuera, pero qué excusa sería suficientemente creíble para avivarla. Entonces recordó la corta parte de la conversación que había escuchado cuando se asomó por la puerta y creyó que ese era el pretexto ideal que necesitaba, que ella necesitaba.

—Sally. —No respondió, aunque pudiera ser por la inexistente voz de Johnny al pronunciar su nombre, que aún seguía sin tener fuerza suficiente para hablar. Así que respiró hondo y volvió a intentarlo—. ¡Sally!

Funcionó. Ella se echó hacia atrás dispuesta a escuchar, aunque no se propuso abrir los ojos.

—¿Qué pasa con el reloj?

—¿Qué reloj? —preguntó pesadamente.

Johnny se quedó perplejo, no sabía qué significaba ese artilugio para el futuro de Mainden, pero como debatían sobre él supuso que era importante, ahora su hermana parecía indiferente. ¿De verdad no sabía de qué le hablaba o se había abandonado al mundo de los sueños? Seguramente se encontraba en una lucha interna entre la dejadez y su innato carácter luchador, y él debía inclinar la balanza en favor del segundo.

—¡El reloj del que hablabais! Papá dijo que había que recuperarlo, que era la única oportunidad ¡Sally!

—Sí, sí, ya me acuerdo —respondió apresuradamente para que no siguiera insistiendo, pero desganada porque pensó que sería inútil.

No obstante, el brillo en los ojos de Johnny le dijeron más que cualquier palabra justa y apropiada. La esperanza que mostraba, aunque ignorante, le dio a ella una razón para levantarse. Renovado su ánimo, se encaminó de nuevo a la habitación, decidida a no desviar el rumbo bajo ninguna amenaza. Esta vez no se echaría atrás.

La conjura del eclipseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora