La velada había decaído a esas alturas de la noche; no, por supuesto, para los jóvenes entusiastas o quienes habían abusado del cava, pero, a cierta edad, el agobio llegaba inevitablemente. Winifred era una de esas personas que ya empezaba a desear un tiempo muerto, disfrutaba bailar, hablar y tenía mucha energía para aguantar hasta el cierre; sin embargo, le agotaban las miradas burlonas y el chismorreo lascivo. Pidiendo un alto el fuego, se escabulló del ojo supervisor de su madre y consiguió salir por una puerta que daba al jardín. En esa sala exterior, las tres estrechas y largas puertas acristaladas permanecían abiertas y, entre estas, había una ventana igual de delgada. Aunque se disponían para albergar toda la pared, existía, entre ventana y puerta, el espacio suficiente para ocultarse.
En ese escondite, fue donde paró a ahuecarse la falda del vestido.
—Maldita sea —bufó—. Esa... mala pécora de... Metiéndose con mi vestido, pues bien bonito que es. —Se cruzó de brazos frustrada y, entonces, se dio cuenta de que no estaba sola—. ¿No crees? —preguntó a la persona, pero, sin esperar una respuesta, continuó—: Ah, qué vas a saber, eres hombre.
Poco podía saber del desconocido, pues la penumbra ocultaba su rostro, únicamente adivinó que no era un hombre mayor. Con todo, no se cortó al expresar su enfado, en ese estado pocas cosas le importaban.
—¿No es un poco fuerte ese apelativo? —cuestionó el hombre. Era una voz suave, neutra, difícil de calcular la edad.
—No crea. Doña Kingsbury tiene fama de coquetear con todos los hombres y no aceptar ninguna propuesta. Digamos que le gusta el juego.
—A mí me ha parecido agradable.
—Es parte de su encanto —dejó caer con ironía—. ¿Le importa que me siete?
Había dos sillas de mimbre blanco en ese lado de la puerta, una de ellas ocupada por el hombre, quien, con un gesto de mano, le ofreció el otro asiento.
—Gracias. Llevar estos zapatos está matando mis preciados pies. Y, para colmo, me he perdido la entrada del príncipe.
—¿Tal es su importancia que lamenta no haberlo visto? —Advirtió la mirada cáustica de ella, como si esa duda fuera innecesaria y cruel—. Si ha aparecido hoy, no pierda la esperanza de tener otra oportunidad. La noche es larga.
Le agradó el tono solemne del desconocido, sonaba sincera y segura. Respondió con una tímida sonrisa que enseguida borró cuando apareció su madre por la puerta.
—Winnie, hija, ¿pero cómo se te ocurre estar aquí fuera? ¿Y con un hombre? ¡Y a solas y sin luz! —comentó alterada, tirándola del brazo para que se levantara.
—No se preocupe, madre, seguro que mis modales le han asustado. —Se liberó del fuerte agarre y se giró hacia el que había escuchado con atención sus quejas—. Gracias, señor, por su atención. Espero no haberle causado un trauma.
—Oh, hija, a veces eres tan ordinaria.
Volvió a entrar la madre abanicándose, en ocasiones su hija tenía unas salidas que no eran propias de una joven de su clase, pero, por mucho que la amonestara, había aprendido que era en vano todos los intentos por corregirla. Era como su padre, lo que en su día la logró enamorar, preveía que iba a ser una razón más por la que su hija no conseguiría marido.
Tras ella, desapareció Winifred, pero antes desahogó una efímera risa que el desconocido pudo ver y devolvió cuando se fue.
Poco tiempo después, se volvió a formar un corredor de gente que cruzaba en diagonal, de puerta a puerta, la sala de mármol. Fue más organizado que el anterior y, a la vez, más agitado, pues el príncipe, que sin previo aviso había desaparecido completamente durante una hora larga, quiso aparecer una última vez antes de retirarse definitivamente. Con enérgicos empujones disimulados por la elegancia, la gente intentaba abrirse paso hasta la primera fila y poder observar los andares del joven heredero, especialmente las doncellas, que, más bien, pretendían lo contrario: que fuera él quien las viera.
Winifred no sintió la presión del público, nadie quería la posición de la puerta, donde cualquiera pasaría desapercibida por los grandes jarrones florales que decoraban la entrada. Eso a ella no le importaba, únicamente quería poder reconocer su figura.
Los codazos y las luchas para posicionarse a la delantera cesaron en el momento en que el príncipe entró en la sala y empezó a cruzar el pasillo. Él miraba ambos lados sonriente y agachaba la cabeza en saludo de vez en cuando, agradeciendo su asistencia, ignorando las damas que lucían su mejor expresión. Al llegar al amparo del marco de la puerta, se paró en seco y la congregación de gente que se había adelantado hasta sus pies volvió al sitio en cuanto se giró. Eugene retrocedió un par de pasos y miró a la doncella que se apoyaba en el jarrón.
—Bonito vestido —comentó de pasada y reanudó su marcha.
El asombro de la gente era poco comparable con el que Winifred sentía. De todas las damas que había, en mejores galas, se había fijado en ella. Después de todo, fue un acierto acudir con un vestido de color tan llamativo como el amarillo.
—Hija, ¿lo has oído? —intervino su madre, sacándola de su asombro—. Vas a ser la comidilla durante muchos días. Oh, ¿y qué vestido te pondrás en el próximo baile? Habrá que comprarte uno, tal vez rosa o morado...
Dejó de escuchar a su madre, pensando de nuevo que no siendo la más elegante, sí la única que recibió un halago del mismísimo príncipe, lo que le llevó a recordar la conversación con el desconocido. Si bien no fue posible ver su rostro por la sombra, sí que reparó en que tenía el cabello oscuro, por lo que no podía ser rubio y en cuanto la ropa (ahora se daba cuenta) vestía unos pantalones claros, igual que el rey y el príncipe. No eran pruebas muy sólidas, pero sí suficientes para ella. Por eso, en parte, se guardó para ella la hipótesis de que había conversado con el heredero y se regocijó en la envidia que ahora le tenían.
Con todo, en el camino a su casa, una sombra de tristeza cruzó su mente. Solo había una persona con quien quería confesarse, una amiga con la que quería compartir su emoción; sin embargo, sabía que la podría decepcionar. Sus mundos eran muy diferentes y, desde siempre, había sido así, aunque conocedoras de ello no habían frenado su amistad. Pero, a veces, especialmente al principio de conocerse, la relación se crispaba porque Sally no era, por así decirlo, amiga de la monarquía.
Hace ya tiempo le contó, cuando Winifred le preguntó por su fecha de nacimiento, que nació un día después que el príncipe. Aquella noche, el Rey envió a su ejército a una caza de brujas (como decía ella) contra la clase trabajadora, más de un inocente acabó encarcelado o, en el peor de los casos, juzgado en el acto y asesinado.
Poco más le quiso contar, relataba esa historia maldiciendo el día de su nacimiento y Winifred no llegaba a comprender por qué estaba tan afectada. Por lo que sabía, tenía a sus padres y dos hermanos, pero el día de su cumpleaños era una fecha negra.
Por esa razón, admitir ese contacto agudizaría más el malestar que evitaban y no lo deseaba. Decidió omitir esa parte y compartir con ella el resto de la velada.
¡Hola, lectores! ¿Deseando tanto como yo el finde?
Hasta ahora las historias no han salido de su camino habitual, pero, como el olor a pan recién hecho, ya se empieza a oler el inicio de una trama turbulenta. ¿Qué está pasando aquí? o ¿qué está por llegar?
Espero que hayáis disfrutado del baile, porque el siguiente no será igual.
Nos leemos en el próximo capítulo, dentro de dos semanas.
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La conjura del eclipse
FantasiaEl mundo era el que era. Diseñado para los ricos y a placer del rey, el proletariado vive oprimido entre grasa de máquinas y carbón de calderas. Están cansados de protestar, de manifestarse y rogar por sus derechos, lo único que les queda hacer es t...