Fuera de la Universidad, el edificio más importante de la ciudad de Witfort, el ambiente dejaba la intelectualidad y se centraba en la apariencia aristócrata de la urbe.
Bajo la colina del Palacio Real, se extendía una carretera que serpenteaba a medida del extenso río; entre medias, las casas eran como pequeños palacios, con su particular jardín, cada una diferente a la anterior tenía su propio carácter. O, más bien, el carácter que el dinero pudiera comprar.
Había una casa más alta que ancha, construida de ladrillos amarillos macilentos y techo azul, con un pequeño jardín delantero perimetrado por una metálica valla que no cubría en absoluto lo que se disputaba dentro de la propiedad. A la puerta principal se accedía por unos escalones y, a su lado, una gran entrada daba acceso a la cochera, donde se resguardaba un vehículo. Su chasis estaba diseñado como un bastidor tubular rectangular, suspendido en las cuatro ruedas; por arriba, descubierto, excepto por una brisera delantera.
Sentada en el capó del coche, una joven miraba embelesada hacia fuera. Ante ella se mostraba el río en primer plano, sobre el que se reflejaba el reluciente sol; tras este, la ciudad de edificios altos y las montañas como telón de fondo. La belleza del paisaje contrastaba con su imagen, pues el trabajo le hacía ensuciarse las manos, vestía un mono de trabajo que, en su origen, era de un verde caqui, y se apartaba el pelo de su cara con una cinta del mismo color.
No se enteró de la puerta abriéndose, ni de los sonoros pasos de alguien entrando.
—¡Sally!
Se giró de golpe sorprendida por la aguda voz que la llamó.
—Creía que eras tu madre. Peor susto no me podrías haber dado —respondió aliviada.
Bajó de un salto y se puso frente a la hermosa joven que caminaba a su encuentro. Aunque era un año mayor, la madura silueta y el agradable semblante de la otra la hacían parecer más mujer, posiblemente la mayor diferencia residía en que no estaba llena de aceite o sudada por el trabajo, sino que lucía un vestido blanco, sujeto por la cintura con una cinta azul.
—Da las gracias porque he sido yo y no ella. —Le sonrió, siempre la sorprendía de igual manera—. ¿Has acabado?
—Sí. He revisado la suspensión, el motor y limpiado la carrocería. El coche está a punto como siempre, aunque es difícil que se estropeE si vengo todas las semanas.
—A mi padre le gusta tenerlo siempre "a punto'' —repitió sus palabras como burla—. A veces creo que quiere más a este estúpido coche que a su familia.
—No llames estúpido a este gran invento de la humanidad.
Miró tediosa a la mecánica, no compartía la fascinación de ella. Sally descubrió su vocación cuando admiró por primera vez un coche, se preguntó cómo podía funcionar y recorrió toda la urbe inspeccionando los vehículos; a veces no le era suficiente con mirar y metía la mano intentando descubrir el mecanismo que hacía funcionar esa máquina. Ahora trabajaba por la mañana en un taller reparando coches y, en ocasiones como esa, acudía a domicilio.
De fondo sonaron las campanas de una iglesia cercana, anunciando el mediodía. Sally guardó las herramientas en un maletín metálico y se limpió el aceite de las manos con un trapo ya sucio.
—Debería irme, este no es el único coche que tengo que revisar. Si avisas a tu madre te lo agradeceré, ya sabes que no tengo permitido entrar.
Winifred afirmó con la cabeza y se dio la vuelta, saliendo por la misma puerta que había entrado. Sally aprovechó para reponerse la cinta del cabello, algunos pelos sueltos se habían liberado; después se desabotonó el mono y, quitándose la parte de arriba, se lo ató a la cintura.
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La conjura del eclipse
FantasíaEl mundo era el que era. Diseñado para los ricos y a placer del rey, el proletariado vive oprimido entre grasa de máquinas y carbón de calderas. Están cansados de protestar, de manifestarse y rogar por sus derechos, lo único que les queda hacer es t...