25. La razón de sus pesadillas

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Benjamin había disfrutado de su pequeño momento como camarero en la gran sala. Jamás había estado tan cerca de tal riqueza y se sentía emocionado de poder caminar entre esos nobles y rozar el lujo que irradiaban las parejas bailando y los murmullos de la gente hablando. Pero, en cuanto la bandeja que portaba se vació, salió de la sala y se escabulló por una puerta que no era para el servicio.

De un pasillo salió a otro y a otro más, y tras varias veces se declaró perdido.

—No era tan buena idea después de todo —confesó fatigado, tanta emoción que había sentido al principio se desinfló en un momento—. Seguro que es más fácil buscar la salida que ese reloj.

Pero entonces pensó en Sally, en que ella estaría buscando incansablemente habitación por habitación. Podía dejar que el mundo se destruyera, pero en ese mundo estaba ella. No podía rendirse tan fácilmente.

Dobló la esquina del pasillo y suspiró al encontrarse con más puertas cerradas. No obstante, la intuición le empezó a guiar hasta una en concreto, la cual abrió cautelosamente. Gracias a la poca luz que entraba por el ventanal, pudo ver que la estancia era un dormitorio bastante modesto, pese al lujo que demostraban los muebles, las paredes blancas con molduras y las cortinas aterciopeladas. Solo estaba amueblada por una cama, un arcón a los pies de esta y una pileta con agua. Lo que más llamaba la atención era el armario, pues no se adecuaba con la elegancia de la estancia. El color oscuro de la madera, llena de surcos y grietas, evidenciaba los años que habían pasado por este, como si lo hubiesen traído de otro lugar más rústico y mísero.

Sobre la cama, se fijó en una prenda oscura que parecía una túnica larga, lo que le indicó que había encontrado el dormitorio de Amós. Sonrió orgulloso por un segundo porque no debía perder tiempo, pero darse cuenta de quién era el habitante del lugar le hizo estremecerse, y es que no sabía si era mejor que le descubrieran los guardias o el nigromante.

Echó una última ojeada al exterior para asegurarse de que no había nadie que pudiera verlo entrar y cerró tras de sí. Después se dirigió directamente al armario, puesto que era el único lugar donde guardar un objeto en aquella habitación. Colocó las manos en los pomos de ambas puertas, fríos y ya cobrizos por el pasar del tiempo, pero la sensación, más que de abrir un armario corriente, era de inquietud. Dentro había algo vivo o, al menos, tenía claro que no encontraría ropa y libros.

Se armó de valor y estiró con fuerza sin pensárselo demasiado, y se quedó petrificado ante lo que vio: estantes repletos de velas blancas, tanto en el fondo como en las puertas, y el rastro de su cera derretida inundando el espacio. Además, parecía que algunas de estas se hubieran apagado en ese instante de abrir, pues aún desprendían humo.

Poco conocimiento tenía sobre la magia y los nigromantes, apenas se hablaba de esa realidad en la ciudad, porque se creía más bien que eran solo historias para asustar a los niños. Sin embargo, tenía la absoluta certeza de que el interior de ese singular armario era el lugar más cercano al Otro Mundo. Jamás había sentido tanto vacío ni soledad, como si la sensación de aquella noche en que murió su abuelo se elevara por las decenas de almas que acababan de irse. Y esa impresión llegaba a través del olor que dejaba la llama extinta.

Arrugó la nariz asqueado por el hedor, haciendo que desviara su mirada hacia una esquina del armario donde había un objeto envuelto en una tela. El tacto de esta era suave y, al desenvolver para ver el tesoro que protegía, se fijó en el diseño floral con colores otoñales que presentaba. Desde luego, Amós había elegido concienzudamente el paño para que cubriera delicadamente el reloj. Pero no reparó más en ese detalle, pues tenía entre sus manos la razón de sus pesadillas y era tal cual lo había visto: tan delicado como peligroso.

La conjura del eclipseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora