Capítulo 7: El precio de la decisión.

728 89 31
                                    

Mi piel se erizó y entré en el vacío de los contenedores, buscando refugio. El aire se volvió pesado, cargado con el peso de lo que acababa de hacer. La adrenalina seguía latente, pero mi temblor no cedía, como si mi cuerpo se negara a aceptar lo que acababa de perpetrar.

—¿Qué he hecho...? —Mi voz apenas fue un susurro ahogado. Acababa de matar a alguien, no solo a uno, sino a dos. Mi cordura y sentido común regresaron a mi mente; lo que había hecho fue una total locura. Iba directo a la cárcel.

Me senté, dejando el arma caer al suelo con un estrépito sordo. Mis manos buscaron calma en un gesto instintivo, pero solo encontraron un temblor que recorrió mi cuerpo. Una corriente eléctrica pareció deslizarse por mi piel.

Apenas distinguí una silueta a pocos pasos de mí. No me detuve a investigar; la urgencia de ocultarme me impulsó a actuar. Mis dedos encontraron el frío metal del arma, ocultándola hábilmente tras mi espalda antes de volver a correr, dejando atrás la sombra que se desvanecía.

Corrí durante lo que parecieron horas, pero en realidad fueron apenas unos minutos. El oxígeno apenas entraba por mis pulmones, por lo que reduje la velocidad, tratando de ocultar mi agitación bajo una apariencia serena, aunque apenas reconocía el entorno que me rodeaba, consciente solo de lo lejos que estaba de casa.

Me detuve, esperando a que mi respiración recuperara su ritmo habitual, cuando dos enormes manos se cerraron sobre mi espalda, arrastrándome hacia un callejón.

«Mierda, jodida mierda». Pensé desesperado, la oscuridad apenas era distinguible. Mi única respuesta fue un cabezazo hacia atrás, impactando de lleno en la nariz del hombre que momentos atrás me tenía atrapado.

—¡Puto! —Exclamó entre quejidos de dolor, mientras se llevaba las manos a la nariz. Sin dudarlo, agarré el arma y la apunté hacia él. El hombre, aún restregándose la nariz, me dirigió una sonrisa. —Eres bueno —murmuró, levantando las manos en señal de rendición.

—Qué puedo decir. —Respondí con una mueca de sarcasmo, preparado para disparar de nuevo. Pero entonces, el sonido de un arma siendo cargada me alertó. Me giré, pero ya era demasiado tarde; la pistola apuntaba directamente a mi cabeza.

—Deberías aprender a no meterte donde no te llaman, omega. —Su voz, ronca y calmada, rebosó una peligrosa tranquilidad. Mis sentidos se agudizaron y mi piel se erizó; era aquel alfa... el que quemó la tienda—. Suelta el arma —me ordenó.

Con movimientos que no parecieron propios, mis manos se elevaron lentamente, dejando caer el arma al suelo con un leve estrépito que provocó un eco en el callejón, mientras nuestros ojos se encontraron en un silencio tenso.

—Que te den —solté con irritación, clavando mi mirada en aquel alfa con una mueca.

—Mmh... Me gusta su personalidad —Una voz distinta interviene, menos ronca pero igualmente intimidante. Me giré cautelosamente para enfrentarme al dueño de esa voz. Un hombre alto, con el cabello rubio peinado con elegancia, piel blanca, vestido impecablemente con un traje costoso que gritaba opulencia, sus ojos grises se veían brillantes bajo la escasa luz del lugar. Es él, el hombre de la foto que me mostró aquel policía.

—Señor Carligh, este es el chico que acabó con dos de nuestros hombres —informó el hombre, aún acariciándose la nariz por el golpe que le propiné. Una oleada de horror y furia me invade al escuchar su apellido. Él... él fue la causa de todo esto. Sentí que me faltaba el aire, no podía moverme. Sentí una mezcla de horror y rabia.

Con calma, sacó un cigarrillo y lo enciende. Mis ojos se posan en la cajetilla, reconociendo la marca barata que vendía en la tienda.

—Héctor, lleva al chico al auto, vamos a casa. —Ordenó el susodicho de Carligh, con una autoridad que apenas disimulaba su deleite. El alfa, el mismo que había quemado la tienda donde trabajaba, se llamaba Héctor. Me agarró con tanta fuerza que casi me cortó la circulación del brazo y me arrastró hasta lanzarme dentro de un auto

—Si intentas escapar, te matarán enseguida —añadió Héctor. Mientras caía en el asiento trasero, vi cómo un hombre desde el copiloto me apuntaba con un arma. Mi respiración se volvió irregular. Héctor, sin perder tiempo, me puso un saco en la cabeza, reduciendo mi campo de visión a nada.

—Y si intentas sacártelo... —me empujó con un dedo en la frente— también te matan.

El sonido de la puerta cerrándose fue un golpe seco en mis oídos.

—Ponte cómodo, el viaje es largo —avisó uno de los hombres en el auto, poniendo en marcha el motor.

Teo... en que basura te acabas de meter.

**********************************

Mi visión se aclaró en cuanto me quitaron el saco de la cabeza, aunque seguía atrapado dentro del auto.

—Tu mirada no ha perdido esa chispa rebelde —musitaron algo y me giré bruscamente, solo para encontrarme con su sonrisa.

El señor Carligh tiene la cabeza asomada por la ventana, sus manos apoyadas en el marco y su cuerpo fuera de ella.

Crucé los brazos y lo miré con desprecio. Lo detestaba por haberme quitado mi única fuente de laboral; no existían palabras para describir la repugnancia que sentía hacia ese hombre.

—Te acabo de secuestrar y aun así decides mirarme de esa forma —me dijo con una sonrisa—. ¿O lo olvidaste?

—¡No me digas! casi ni lo noto —solté con sarcasmo, acomodándome mejor en el asiento—. Yo pensé que jugábamos a los policías... —De verdad, ya nada me importa a estas alturas.

El rubio se rió y se sentó a mi lado en el auto.

—¿Qué quieren? porque no tengo dinero.

Él hizo un gesto exagerado, llevándose un dedo a la sien como si realmente estuviera pensando.

—Mataste a dos de mis hombres, ratoncito —concluyó, encendiendo un cigarro. Yo mataría nuevamente por un cigarro.

Fruncí el ceño y dejé escapar un suspiro pesado.

— ¿Acaso no tienes más hombres? Creí que eras más poderoso.

Me miró, genuinamente sorprendido por mi descaro, pero solo por un segundo antes de soltar una risa como un auténtico sociópata.

— Ja, ja, ja —se rió hasta que suspiró, como si se estuviera secando una lágrima imaginaria—. Lo vamos a pasar tan bien... Soy el señor Carligh ratoncito, tu guapo jefe —añadió, sin borrar la sonrisa, mientras extendía su mano hacia mí.

Lo observé unos segundos, evaluándolo, antes de aceptar su mano.

— Teo Silva —respondí, siguiéndole el juego—. Tu nuevo enemigo —agregué, quitándole el cigarro de los labios y llevándolo a los míos para aspirar profundamente.

Él solo sonrió.

Si quería jugar, que lo hiciera, pero que no esperara que yo estuviera dispuesto a perder.

Laberinto de Estocolmo (Omegaverse)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora