Hermanos Perdidos

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La luz de la luna se filtraba por las cortinas de la habitación, iluminando tenuemente a los dos jóvenes hermanos. Niccolò, el menor, con su cabello pelirrojo alborotado, miraba con ojos grandes y curiosos a su hermano mayor Thoma.

—¿Hermano mayor? —preguntó Niccolò con voz suave y titubeante.

El joven Thoma, con sus ojos azules llenos de sorpresa, observó a su hermano pequeño. Ambos, ahora en su forma adulta se miraron fijamente, sus expresiones reflejando una mezcla de asombro y confusión.

De repente, la escena cambió. Los dos niños estaban ahora sentados en el suelo de la sala, inclinados sobre un libro de dibujos. Sus rostros resplandecían de alegría mientras pasaban las páginas coloridas.

—¡Eso es increíble! —exclamó el pequeño Niccolò, señalando entusiasmado un dibujo particularmente detallado de un retrato.

Thoma sonrió tímidamente, un ligero rubor tiñendo sus mejillas.

—¿Tú crees que sí? —preguntó, buscando la aprobación de su hermano menor—. ¿Crees que a mamá le gustará?

Niccolò asintió vigorosamente, pero antes de que pudiera responder, una sombra cayó sobre ellos. El pequeño pelirrojo alzó la vista y soltó un grito ahogado de temor.

—¡Ah!

Una mujer alta y de aspecto severo se alzaba sobre ellos. En su mano derecha sostenía un papel arrugado, sus nudillos blancos por la fuerza con la que lo agarraba.

—¡Madre! —saludó Thoma, poniéndose de pie de un salto. Su voz era una mezcla de alegría y nerviosismo.

La aparición repentina de la mujer nos tomó a todos por sorpresa, especialmente a Thoma y Niccolò, quienes parecían estar descubriendo en ese momento quién podría ser su madre biológica.

El joven Thoma, ansioso por compartir su logro, corrió hacia la mujer con el libro de dibujos en alto.

—Madre, hoy te he dibujado en la clase de arte, y mi maestra me ha dado un premio por ello —explicó emocionado, extendiendo el libro hacia ella—. ¡Mira!

Sin embargo, la mujer pasó de largo, ignorando completamente al joven Thoma y dirigiéndose directamente hacia Niccolò. El rostro del niño mayor se ensombreció, la confusión y el dolor evidentes en sus ojos.

—¿Madre? —llamó, aferrándose a su cuaderno de bocetos como si fuera un escudo.

—Niccolò —la voz de la madre era fría como el hielo. El pequeño pelirrojo palideció instantáneamente, su cuerpo temblando visiblemente— Ven aquí, Niccolò —ordenó la madre, su tono no dejaba lugar a discusión.

—¡L-Lo siento! —tartamudeó Niccolò, encogiéndose en un rincón. Sus brazos se alzaron instintivamente para protegerse, como si esperara un golpe.

La escena me evocaba a hace el momento anterior, donde el pequeño Niccolò estaba encerrado en una habitación oscura, llorando desconsoladamente.

—¿Qué te he dicho sobre pedir perdón? —espetó la madre, arrojando el papel arrugado al suelo.

El documento cayó silenciosamente, pero la expresión de horror en el rostro de Niccolò indicaba su importancia. Una mirada más cercana reveló que era una libreta de calificaciones llena de notas bajas.

—¡Si tienes tiempo para lamentarlo, tienes tiempo para hacerlo mejor! —gritó la madre, agarrando bruscamente el brazo de Niccolò. El niño luchó desesperadamente por liberarse.

—No mamá, por favor... —suplicó Niccolò, las lágrimas corriendo por sus mejillas sonrosadas—. ¡No me hagas daño! ¡Por favor!

Mi corazón se encogía al ver a un niño tan pequeño rogando por misericordia. Thoma, paralizado por el miedo, observaba la escena con impotencia, su libro de dibujos olvidado en el suelo.

Pesadillas NocturnasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora