Un Revelde Amor. Cap. 4

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Un revelde amor. Cap. 4.
LA ÚLTIMA vez que TERRY había visto a CANDY no había sido más que una
chiquilla, toda agitada y llorosa. Era lo que cabía esperar en una niña que
acababa de perder a sus padres, pero él no había tenido ni idea de cómo
tratarla. Entonces, y en adelante, había actuado pensando únicamente en su
BIEN.
   CANDY era la heredera de una inmensa fortuna y de la mitad de su
compañía. Era su responsabilidad como su tutor legal, y en su mente todos
esos años había seguido siendo aquella niña regordeta, torpe y llorosa. La
CANDY que estaba ahora frente a él, sin embargo, había crecido, estaba muy
cambiada, y no solo iba vestida como una fulana, sino que también le había
recordado a una por el modo en que le había contestado.
Le costaba digerirlo. Que se mostrase así de desvergonzada, de
deslenguada, apuntaba a un tremendo fracaso por su parte, y el fracaso era
algo a lo que TERRY no estaba acostumbrado. Pero su atuendo no era lo peor, ni
tampoco el hecho de que estuviese viviendo en aquel apartamento
cochambroso en el cuarto piso de un edificio que podría comprar entero si
quisiera porque, con todo el dinero que tenía, para ella solo sería calderilla.
Lo peor era que le había mentido deliberadamente respecto a dónde estaba
viviendo, y lo había obligado a ir a aquel barrio tan poco recomendable
cuando tenía intención de haber pasado la noche dedicado a cosas más
placenteras, como ir a ver una obra de teatro con una de sus conquistas.
TERRY se enorgullecía de su férreo control sobre todas las cosas, desde el
campo de fútbol, que había dominado en su juventud, hasta los negocios,
pero era evidente que aquella situación había escapado a su control. CANDY le
había hecho creer que durante todos esos meses, después de terminar sus
estudios en la universidad, había estado viviendo en la casa que había sido de
sus padres en el elegante barrio de West Village, en el distrito de Manhattan,
un lugar mucho menos peligroso que aquel sucio agujero.
Y no podía culpar a nadie más que a sí mismo. Ni siquiera a la joven que
          
tenía ante sí, con las mejillas arreboladas y los labios fruncidos, mirándolo
furibunda, como si fuese el diablo encarnado.
–¿Tienes algo que decir en tu defensa? –le preguntó.
No levantó la voz, pero empleó ese tono abrupto de advertencia que hacía
que sus empleados empezaran a balbucear y a disculparse aunque no
hubieran hecho nada.
TERRY se limitó a alzar la barbilla, desafiante, como un boxeador al que su
contrincante apenas ha rozado y se yergue, retándole a intentarlo de nuevo.
No recordaba haberse enfrentado jamás a una actitud semejante. Nadie lo
trataba así; nadie.
–No creo que te gustase escucharlo –respondió ella–. Y, además, me
costaría expresarme de un modo educado.
Su tono hastiado, indiferente, irritó a TERRY .
–Después de haberme mentido, de la nula sensatez que has demostrado,
despreocupándote por completo de tu seguridad... ¿Te parece que esa es
manera de encarar la situación? –le espetó, conteniendo a duras penas su
furia.
CANDY
, sin embargo, ni se inmutó. No vaciló ni se desmoronó.
–Lo que me parece es que nadie te ha invitado a esta fiesta –le respondió,
con un desdén gélido, digno de una reina–. Quiero que te marches. Y quiero
que te marches ya.
TERRY resopló y miró a su alrededor. Él había crecido en un apartamento
mugriento como aquel, solo que en un barrio pobre en las afueras de Málaga,
al sur de España, y se había jurado que no volvería a pisar un lugar
semejante. Y el que esa noche no le hubiera quedado más remedio que
hacerlo lo había puesto aún de peor humor.
CANDY no parecía consciente de que con su decisión de irse a vivir allí se
había convertido en un jugoso trofeo para cazafortunas, secuestradores y
otros bribones de la misma calaña. El solo pensarlo lo ponía furioso.
El paso de los años había hecho más marcados los pómulos de CANDY ,
herencia de su madre, y daban a su pelo rubio, rizado a pesar del desastroso
recogido, un aire chic. Era esa elegancia que a algunas mujeres les salía
natural, sin esfuerzo, mientras que otras se pasaban toda la vida intentando
imitarla sin conseguirlo. Además, se había vuelto más espigada y esbelta, y
con esos ojos verdes y las suaves curvas de su cuerpo lo tenía hipnotizado.
Por no hablar de sus hermosos labios, que parecían tan blandos, tan...

¡Por Dios! Pero... ¿en qué estaba pensando? Aquello no podía estar
pasando... Para él, CANDY nunca había sido otra cosa más que una
responsabilidad. Sus padres habían querido que heredara su parte del
negocio, y por eso él, para honrar sus deseos, no solo había dado continuidad
a ANDRY. SWAY. GRANC. , sino que también se había esforzado en incrementar
los beneficios.
Claro que era indiscutible que CANDY era muy hermosa, por más que no
quisiera admitirlo. Tal vez incluso superara en belleza a su madre, ROSMERY
SWAY , que había sido un icono de la moda y a la que, aun una década
después de su muerte, seguía considerándose una de las mujeres más bellas y
elegantes de su época.
¿Por qué se sentía tan atraído por CANDY ? Tal vez por el modo en que
estaba desafiando su autoridad. Era la primera vez que alguien se había
atrevido a desafiarlo. Y, si no se tratase de CANDY , si fuese cualquier otra
mujer, no se contendría, como estaba haciendo en ese momento, sino que la
agarraría por los hombros, devoraría sus insolentes labios y la llevaría a la
cama donde la haría suplicar por haberle hablado de esa manera insultante y
provocativa, y, cuando estuviera dispuesta, la haría gritar de placer.
El problema era que era su tutor, se recordó una vez más, apretando los
dientes mientras la recorría con la mirada. El vestido que llevaba puesto no
merecía ese nombre, pues era tan corto que el dobladillo le llegaba apenas al
muslo. Era azul oscuro, sin mangas –a pesar de que estaban a mediados de
noviembre–, con un escote demasiado bajo, y había completado el conjunto
con unas botas altas, hasta la rodilla. Perfecto para esas mujeres que hacían la
calle, pensó con desagrado, torciendo el gesto, pero no para alguien como
ella.
Quizá estuviera siendo injusto. Al fin y al cabo, así era como se vestían
todas las jóvenes de su edad. Pero es que CANDY no era como las demás
jóvenes de su edad. Sus errores no le serían perdonados, ni tampoco serían
olvidados, sino que a la más mínima ocasión la prensa del corazón y sus
rivales en los negocios –cuando recibiese su parte de la compañía– los
utilizarían para machacarla.
–¿Es así como se visten las mujeres aquí, en las cloacas de Nueva York? –
le preguntó crispado, mirándola con fría desaprobación de arriba abajo y de
abajo arriba–. ¿Para mimetizarse mejor con esas pobres desgraciadas que
venden su cuerpo en las esquinas? Si es por eso, te mereces un aplauso –

añadió sarcástico–. Muy ingenioso por tu parte: vestirte como ellas para
despistar a los depredadores que merodean por la zona y que, en vez de
tomarse la molestia de asaltarte, piensen que con un puñado de billetes
pueden comprarte.
Al ver su rostro ensombrecerse, TERRY sintió cierto remordimiento –otra
emoción que le era poco familiar–, pero de inmediato CANDY irguió los
hombros, como si quisiera darle a entender que era lo bastante fuerte como
para resistir sus pullas y enfrentarse a él.
–Voy a hacer como que no acabas de insinuar que soy una furcia en la
primera conversación que hemos tenido en persona después de diez años.
–Lo que he dicho es que lo pareces por el atuendo que llevas. ¿Es que la
fiesta es de disfraces? Eso desde luego explicaría la cantidad de chicas con
aspecto de golfillas que hay desfilando por aquí, incluida tú.
CANDY apretó los labios.
–¿Sabes, TERRY ?, debes de ser un hombre bastante mezquino e infeliz para
hablar así.
–Lo que sé es que soy tu tutor, que has estado mintiéndome, y que has
estado usando un nombre falso como si pensaras que eso te hace invisible e
inmune a los paparazzi y a todos los que podrían intentar aprovecharse de ti –
le espetó él. Sus palabras hicieron parpadear a CANDY –. continuara..

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