Un Revelde Amor .Cap .8

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Un revelde amor. Cap. 8.
CANDY. se quedó mirándolo aturdida mientras el avión levantaba el vuelo
y se dijo que era el despegue lo que la había dejado sin aliento, no el que terry
le hubiera pedido que se casara con él. De hecho, la sola idea era risible. Y no
solo porque estuviese sentado frente a ella, escrutándola distante e
intimidante como una de sus cartas. No era así exactamente como se había
imaginado que sería cuando un hombre le pidiese matrimonio.
–No puedo casarme –balbució.
–¿Ah, no? –replicó terry . Repantigado como estaba en su asiento,
cualquiera diría que tenía por costumbre hacer quince o veinte proposiciones
de matrimonio al día–. Yo creo que solo necesitas el permiso de tu tutor para
casarte y, entre tú y yo, sospecho que te lo dará sin problemas.
¿Estaba intentando distender el ambiente? Imposible; ¿terry , a quién
consideraba incapaz de bromear? Candy se irguió en su asiento. No sabía
cómo procesar aquello.
–No podemos casarnos –se corrigió, cuando se apaciguó el torbellino de
emociones que se había desatado en su interior.
–¿Por qué no?
La pregunta de Terry parecía deberse a una curiosidad sincera. Candy lo
miró y frunció el ceño. ¿Que por qué? Para empezar porque ni siquiera
después de lo que había pasado entre ellos en su apartamento era capaz de
tratarla como a una adulta. Y porque dudaba que fuera a cambiar nunca su
actitud hacia ella.
–Si ni siquiera te caigo bien... –apuntó–. Y, perdona que te lo diga, pero tú
tampoco eres santo de mi devoción.
Los labios de Terry se curvaron en una leve sonrisa, y candy sintió como si
una lengua de fuego recorriese su piel.
–Quizá seas demasiado ingenua como para comprender que cuando una
mujer se derrite en los brazos de un hombre, como te ocurre a ti conmigo, es
que hay una atracción contra la que no se puede luchar –le dijo. Luego se
encogió de hombros y añadió–: Pero, de todos modos, tampoco me parece
que la falta de afinidad sea un problema: conozco docenas de matrimonios en
los que no tienen nada que ver el uno con el otro.
–El cinismo no es una cualidad demasiado atractiva –se atrevió a decirle
ella.
Terry se rio.
–No soy un cínico, sino un realista –replicó. Y luego se puso serio y casi le
pareció ver amabilidad en sus ojos cuando añadió–: Y no hace falta que te
enamores de mí, si eso es lo que te preocupa.
–¿Acaso lo creías posible? –se burló ella.
–Las chicas ingenuas son muy enamoradizas –contestó él en un tono
condescendiente–. Claro que es el peligro de desflorar vírgenes: hay una
efervescencia de emociones, recriminaciones, ruegos...
Candy apretó la mandíbula.
–Pues deja que te asegure que conmigo no tendrás que preocuparte por
nada de eso.
–Me alegra saberlo –candy la estudió un momento–. Entonces tampoco
deberías mostrar remilgos ni tonterías respecto a casarte conmigo, ¿no?
Candy tuvo que contenerse para no lanzarle algo.
–Para tontería la que acabas de decir. ¡Que nos vamos a casar! Ni me
conoces, ni quieres conocerme, ni has hecho el menor esfuerzo por
conocerme mejor en estos diez años.
Él la miró con fastidio, como si aquella conversación le resultase tediosa.
–¿De verdad te parece necesario? Porque yo desde luego no espero que me
conozcas. Eso de conocerse siempre me ha parecido un ejercicio pesado e
incómodo. Te estoy hablando de casarnos, no de una excavación
arqueológica.
Candy apretó los puños.
–¿Y cuál es tu idea del matrimonio? –le preguntó con incredulidad. Se
sentía insultada–. Porque creo que lo encontrarás un poco más complicado
que las relaciones a las que estás acostumbrado: esas que solo requieren a una
mujer guapa colgada de tu brazo con un buen escote, que sonría todo el
tiempo y que nunca, jamás te cuestione.
Terry volvió a reírse.
–Dudo que sepas demasiado sobre las relaciones en general, y menos aún
sobre mis relaciones en particular –le contestó–. Así que, te lo ruego, no te

pongas en ridículo.
A candy el ridículo le daba igual. La había humillado, estaba furiosa, y se
sentía como un globo inflado al límite, a punto de explotar.
–Solo estaba especulando, como hacen las revistas de todo el mundo cada
vez que haces alguna aparición pública con la top model de turno. Pero creo
que debería advertirte de que hablándome así no vas a conseguir hacerme
cambiar de opinión precisamente.
Terry esbozó una leve sonrisa.
–Que yo sepa, no te he hecho ninguna pregunta que requiera una respuesta
por tu parte.
–No voy a casarme contigo –le espetó, y se quedó a gusto al decírselo,
aunque por dentro se sintiera extraña y vacía. Jamás sería tan masoquista
como para hacer algo así–. Prefiero morirme antes que casarme contigo y no,
no estoy siendo melodramática; es la verdad.
Los ojos azules de Terry brillaron, pero no respondió. En ese momento
apareció la azafata, que le sirvió una copa sin que hiciera falta que él le dijera
qué quería tomar. A candy , en cambio, solo le ofreció agua con gas, y luego
les llevó varias bandejitas con aperitivos.
–¿Le has dicho que no me sirviera alcohol? –le preguntó candy a terry
cuando la azafata se retiró.
Terry ladeó la cabeza y movió la copa en su mano con suaves movimientos
circulares.
–No. El protocolo habitual a bordo es no servir bebidas alcohólicas a
jóvenes impresionables a menos que ellas las pidan.
Candy apretó los dientes.
–Dime cómo ves tú el matrimonio –le pidió con aspereza–. Y no me
refiero en sentido filosófico, sino a ese supuesto matrimonio del que estamos
hablando. ¿Cómo crees que sería si nos casáramos?
–Bueno, desde luego no querría que fuera así. No puedo decir que tu
beligerancia me resulte atractiva.
–Pues qué pena –murmuró ella con sorna–. No sabes cómo me duele oír
eso.
Terry fijó sus ojos negros en ella, como ofendido por su sarcasmo.
–Estoy dispuesto a pasar por alto tus excesos de esta noche –le dijo–, pero
que esto te quede claro: no tengo intención de pasar el resto de mis días
discutiendo con mi esposa. No es algo que me atraiga, en absoluto.

–Pues entonces te sugiero que te busques una autómata y le ordenes que se
case contigo –contestó candy .
Terry suspiró.
–Quiero que mi esposa sea hermosa pero discreta, no vulgar, ni ostentosa –
le dijo, como si ella no hubiera hablado–. Debe rezumar elegancia en todo
momento, tanto en público como en privado. Nada de ir encorvada, candy ,
ni de vestirte como una adolescente que está pasando por una crisis de
identidad. Nada de tirarte en un sofá ni de soltar berrinches como una niña
difícil. En público mi esposa deberá exhibir unos modales exquisitos y
mostrarse sofisticada, pero no altiva. Deberá ser culta y obediente, interesante
sin buscar llamar la atención. Y no toleraré que discuta conmigo por
tonterías, ni en público ni en privado, que me interrogue sobre mis
decisiones, ni que intente manipularme con el sexo.
–Parece como si estuvieras describiendo a una zombi, o a una muñeca
hinchable.
–Y desde luego mi esposa no hablará mal de mí a mis espaldas, ni hará
comentarios mordaces, así que los que tengas te sugiero que los sueltes ahora.
Mi esposa deberá estar preparada para actuar como mi segundo de a bordo
cuando sea necesario, y sobre todo en lo referente a los negocios, pero jamás
deberá considerarse mi igual.
–No, por Dios... –murmuró ella, poniendo los ojos en blanco–. El mundo
se abriría bajo nuestros pies si esa pobre mujer cometiera tan craso error.
Su tono áspero hizo que terry enarcara las cejas, pero lo dejó correr y siguió
con lo que estaba diciendo.
–Y llegado el momento también tendrá que darme un heredero, por
supuesto. Un par de críos, tal vez, pero no más, porque en un futuro tendrán
que dirigir juntos un imperio y se complicarían las cosas si tuviésemos más
de dos hijos y tuvieran que competir entre ellos.
Candy sintió como si se le hubiera hecho un nudo en el estómago, aunque
no sabía por qué. Al fin y al cabo, esa fría visión del matrimonio que tenía su
tutor no tenía nada que ver con ella. Dijera lo que dijera terry , no iba a casarse
con él, sino que se limitaría a observar desde lejos a la mujer con la que se
casase

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