Un Revelde Amor. Cap. 18

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Un revelde amor. Cap. 18.
EL MES de diciembre llegó raudo y frío. La nieve no dejaba de caer sobre el
valle de Engadine para deleite de los esquiadores que llegaban de todo el
mundo en bandadas a sus famosas pistas para celebrar el comienzo de la
nueva temporada.
Saint Moritz, que parecía la imagen de una tarjeta de felicitación navideña
con su posición privilegiada a los pies de un lago helado y los Alpes nevados
como telón de fondo, brillaba en todo su esplendor en esa época del año.
Y a pesar de que se había jurado y perjurado que se mantendría firme
contra terry , sin saber cómo, en las últimas semanas candy se había dejado
llevar por sus emociones. Pero solo estaba disfrutando de aquella especie de
ensueño; no era una rendición, se decía.
–Estoy asombrado de cuánto ha cambiado tu actitud –dijo terry una
mañana, cuando estaban desayunando–. Casi estoy por pensar que te has
dado un golpe en la cabeza.
Candy tomó su taza de café entre ambas manos con una sonrisa serena y
giró la cabeza hacia el ventanal, a través del cual se veían los pueblecitos del
valle cubiertos por la nieve y bañados por el sol.
–Estoy practicando la gratitud –le dijo, haciéndose la tonta.
Cuando volvió de nuevo la cabeza, terry fijó su intensa mirada en ella un
instante antes de volver a bajar la vista a su tableta, disimulando una
sonrisita, y candy reprimió también una sonrisa. Era casi como si no hubiera
ninguna animosidad entre ellos.
–Entiendo –murmuró terry –. En ese caso, lo apruebo.
Candy se dijo que le daba igual si contaba con su aprobación o no. Por una
vez estaba haciendo lo que le apetecía. Sin embargo, la verdad era que sí le
agradaba que aprobase su comportamiento. Porque, aunque no quisiese
admitirlo, siempre había ansiado su aprobación.
Y era como si, al haberse permitido fantasear con que terry se enamorara de
ella, hubiera decidido que quería... averiguar cómo sería tener una relación

con él.
Por eso había decidido seguirle la corriente o, cuando menos, dejar de
discutir con él por lo más mínimo. Al principio había sido algo inconsciente.
Se había dado cuenta de que no tenía sentido discutir con quien tenía el
poder, con quien estaba al mando; lo único que conseguía era pasarse la
noche irritada y en vela.
En vez de oponerse a él, había optado por disfrutar al ver cómo el
Azul de los ojos de Terry cuando la veía entrar en la sala donde él estaba, y
cómo sus labios se curvaban ligeramente. Era la prueba de que, como había
descubierto aquella noche en Nueva York, no le era tan indiferente como
quería hacerle creer. Más bien todo lo contrario.
Sabía que era un juego peligroso fingir siquiera que rendirse era una
posibilidad. Terry era de la clase de personas a las que, cuando uno les hacía la
más mínima concesión, arramblaban con todo. Y, sin embargo, estaba
descubriendo que le resultaba muy difícil no abandonarse a la fantasía que
Terry había tejido allí para los dos.
Pero aquello no era para siempre, se dijo. Era solo un interludio; nada más.
No tenía sentido que se golpease una y otra vez contra el mismo muro cuando
no sacaría nada de ello. Tenía que concentrarse solo en el momento presente.
Pronto llegaría la Navidad, y ya que estaba en uno de los lugares más
hermosos y pintorescos del mundo, allí en los Alpes suizos, lo mejor que
podía hacer era disfrutar de su estancia.
Además, estaba segura de que terry daba por hecho que iba a enfrentarse a
él. Quizá incluso buscase esa resistencia por su parte, esa rebelión. Y
precisamente por eso no iba a darle lo que quería. No estaba rindiéndose, se
dijo, lo que estaba haciendo era una táctica, una estrategia.
Terry había empezado ya con los preparativos de la boda. Había llevado a
una modista de París para que le tomara medidas para el vestido, sin que ella,
que se suponía que iba a ser la novia, pudiera dar siquiera su opinión sobre
cómo querría que fuera. También había estado llamando al hotel más lujoso
de Saint Moritz, y les había ofrecido más y más dinero hasta que, después de
mucho decirle que con las Navidades lo tenían todo ya reservado, se habían
dado cuenta de que sí, milagrosamente tenían un salón disponible justo para
la fecha que él quería.
Candy había renunciado a intentar discutir con él. Y no era que quisiera
que se celebrara aquella boda. Por supuesto que no quería que se celebrara.

Ni se iba a celebrar. Pero hasta que no se le ocurriera algún modo de escapar
de allí, no tenía sentido agobiarse, ni enzarzarse en discusiones infructuosas
que acabarían con ella gimiendo y jadeando sobre la mesa del comedor.
El caso era que, cuanto más dejaba que terry la tocara y la besara, más frágil
se hacía su resolución de marcharse. Por eso había llegado a la conclusión de
que merecía la pena mostrarse complaciente con él, o al menos no
abiertamente hostil, si con eso conseguía confundirlo.
Sin embargo, por las noches, en la penumbra de su habitación, con la luna
y las estrellas como única compañía, no podía negar la verdad: rendirse era
fácil, demasiado fácil. Era como montarse en un trineo y deslizarse por la
ladera de la montaña sin tener que hacer el menor esfuerzo.
«No vas a casarte con terry , por más que él lo dé por hecho», se repetía con
severidad cada día, cada noche. «Imagínate que eres una agente encubierta,
que solo estás interpretando un papel como parte de tu misión».
El problema llegó cuando el mal tiempo comenzó a remitir y, a instancias
de Terry , empezaron a salir. Y dejarse ver en público juntos allí, en uno de los
lugares del mundo más frecuentados por los famosos, implicaba que no había
dónde esconderse de los paparazzi a los que ella llevaba evitando toda su
vida. Sobre todo cuando a terry no le parecía que tuviesen nada que esconder.
–No podemos ir a cenar a ese sitio –replicó candy , cinco días antes de
Nochebuena cuando terry le dijo a qué restaurante iban. Estaban en el centro,
donde ya se habían encendido las luces de Navidad aunque todavía no había
oscurecido–. En esa zona hay muchos paparazzi.
–¡Por mí como si hay doscientos!
A candy no le gustó su tono despreocupado.
–¿No eres tú quien me está sermoneando siempre con que tengo que ser
cauta y evitarlos?
–Vamos a casarnos dentro de unos días –contestó él. Y a candy le dio la
impresión de que la miraba con desconfianza, como si no se creyese aquel
cambio radical en su actitud–. ¿Por qué habríamos de escondernos?
–Tampoco hace falta que vayamos gritándolo a los cuatro vientos –apuntó
ella.
De inmediato deseó no haber dicho eso, porque terry se paró en seco, se
plantó delante de ella, y se quedó mirándola con los ojos entornados y el ceño
fruncido. Candy tragó saliva.
–No era eso lo que quería decir... –balbució.

El atardecer estaba dando paso ya a la noche, corría una brisa fría con olor
a nieve recién caída, y por las calles paseaban esquiadores que acababan de
bajar de las pistas, y turistas adinerados que iban parándose a mirar los
escaparates. Sin embargo, candy no percibía nada de todo aquello porque los
ojos de él seguían fijos en los suyos.
Y, cuando terry le puso la mano en la mejilla, fue como si todo lo que los
rodeaba desapareciera. A candy se le escapó un gemido ahogado, y no pudo
resistirse a apoyar el rostro contra la cálida palma de su mano.
Ese calor se transmitió al resto de su cuerpo, como si las manos de Terry
estuvieran deslizándose por su piel desnuda, como si estuviese devorando con
la lengua de nuevo la parte más íntima de su cuerpo, como si no estuviesen
en medio de una transitada avenida, sino a solas, en un lugar mucho más
privado. ¿Y por qué de repente estaba deseando que así fuera?
–Me alegra saber que por fin has desarrollado algo de prudencia –dijo terry
inclinando la cabeza hacia ella. Sus labios estaban a solo unos centímetros de
los suyos–. Pero empiezo a preguntarme si ese deseo tuyo de evitar a los
paparazzi no se deberá a otras razones completamente distintas.
–¿Qué otras razones podría tener? –inquirió candy con un hilo de voz. Se
aclaró la garganta. La mano de Terry seguía en su. Continu

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