Un Revelde Amor. Capítulo. 11

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Un revelde amor. Capítulo 11.
NO PUEDES tenerme encerrada eternamente en una torre de marfil –le
espetó candy a terry diez días después mientras desayunaban.
Él había insistido en que desayunaran y cenaran juntos todos los
condenados días. Fuera se había desatado una tormenta de nieve, y las copas
de los árboles se agitaban violentamente. El aullido del viento estaba
provocando una sensación de claustrofobia a candy , que pinchó una
salchicha con el tenedor, imaginándose que era terry .
Claro que también podría ser que fuera el propio terry quien le provocaba
esa sensación de claustrofobia. De hecho, era algo más que eso, era algo
como una quemazón, como una especie de ansia que estuviera intentando
reptar, como una serpiente, fuera de ese foco de calor concentrado en su
vientre.
Terry , que estaba leyendo las noticias en su tableta, no levantó la vista y dio
un sorbo a su café semilargo, el expreso con una pizca de leche que hacía que
le sirvieran en un vaso pequeño en vez de en una taza, como un guiño a su
Málaga natal. Leía los periódicos de cinco países cada mañana. Era un obseso
de las noticias.
–¿Una torre de marfil? –murmuró distraído.
–Sí, una torre de marfil –repitió ella irritada–. Para no desesperar me digo
que, aunque parece que llevo aquí una eternidad, solo ha pasado algo más de
una semana –suspiró con dramatismo–. Confío en que antes o después te
cansarás de hacer de niñera y dejarás que me vaya y haga mi vida.
–Se me conoce por muchas cosas –contestó él en un tono divertido–, pero
no precisamente por rendirme sin conseguir lo que quiero.
Le lanzó una mirada tan intensa que Candy sintió que una oleada de calor
le recorría la piel, como cuando se prende un reguero de pólvora. Y lo peor
era que estaba segura de que terry sabía perfectamente el efecto que tenía en
ella.
–Deja de hacer eso –le increpó, bajando la vista al plato y frunciendo el

ceño–. Te he dicho un millón de veces que lo que pasó en el apartamento
aquella noche...
–Lo sé, lo sé –la cortó él, antes de centrar de nuevo la atención en la
pantalla de la tableta–, ya estoy suficientemente escarmentado.
Ese era el problema, que estaba segura de que no lo estaba. Y tampoco
parecía que le importara que estuviera volviéndose loca poco a poco, atrapada
en aquella casa con él. Cada mañana bajaba a desayunar recién duchado tras
la correspondiente sesión de ejercicio: natación, pesas, una hora corriendo en
la cinta... Candy ya se había aprendido su horario de memoria.
De hecho, aunque a terry le pareciese innecesario que se conocieran un
poco mejor el uno al otro, había decidido que, ya que no tenía otra cosa que
hacer, aprovecharía para observarlo y estudiarlo con detenimiento. Tenía la
esperanza de que con la convivencia diaria descubriría unas cuantas manías
insoportables de Terry –¿quién no tenía manías?–, y que eso contrarrestara la
irritante atracción que sentía por él.
Sin embargo, en los diez días que llevaba allí, todavía no había conseguido
encontrar nada que lo hiciese menos intimidante y atractivo a sus ojos.
Después de desayunar se iba a su estudio en el segundo piso y se ponía a
ocuparse de asuntos de trabajo. A veces se pasaba la mañana entera haciendo
llamadas. Ella estaba sentada en el salón, en el piso de abajo, leyendo algún
libro, y lo oía hablando en su habitual tono inflexible, ya fuera en inglés,
español, francés o alemán.
Luego, por las tardes, solía retirarse a su habitación un rato antes de cenar
–eso si no hacía una segunda sesión de ejercicio–, pero no tenía ni idea de
qué hacía allí. Aparte de darse una ducha, cosa que deducía porque reaparecía
con otra ropa y el pelo húmedo, lo que hiciera allí era un misterio.
Por las noches, cuando se metía en la cama, Liliana se entretenía
imaginándolo haciendo algo mundano, como cortándose las uñas de los pies,
o tirándose en un sofá a ver un reality show mientras engullía una bolsa
entera de patatas fritas.
Esas imágenes mentales la hacían reír, pero no conseguían degradarlo a sus
ojos como ella habría querido, porque a la hora de la cena terry aparecía en el
comedor guapísimo e impecablemente vestido, rezumando por los cuatro
costados esa masculinidad que la tenía fascinada.
Una tarde que estaban los dos en la biblioteca, le llegó un mensaje de
Whatsapp al móvil. Era de su amiga karen :

¿Seguro que no te han abducido los alienígenas? Para tratarse de «cosas
de familia», no te veo tan irritada como lo estaría yo...
Fuera hacía frío y ya estaba anocheciendo. Terry estaba con su tableta –
¡cómo no!– y ella acurrucada en un sofá con un libro y una taza de chocolate
caliente que le había preparado la cocinera. Paseó la vista por la biblioteca.
La verdad era que, para ser alguien que se quejaba de que su tutor la tenía allí
retenida contra su voluntad, no podía decirse que estuviese precisamente a
disgusto.
Eso depende de qué entiendas por «alienígenas»..., contestó a su amiga.
Quizá se estuviese adaptando a aquello con demasiada facilidad, pensó,
enfadada consigo misma. Tal vez el «efecto terry » tuviese algo que ver, y sí,
«abducida» era exactamente como se sentía.
Por lo que le habían contado karen y Juli, los «esbirros» de Terry se habían
llevado todas sus cosas del apartamento. Sus compañeras de piso se habían
encontrado al despertar a la mañana siguiente con que su cama estaba
completamente desnuda –ni sábanas, ni edredón, ni nada–, el vestidor y las
estanterías vacíos, el escritorio completamente despejado... Como si nunca
hubiera vivido allí.
Ni que decir tenía que sus amigas se habían llevado un susto de muerte.
Terry , en cambio, ni se había inmutado cuando había irrumpido en su estudio
tras hablar con Juli, el día después de que llegaran a Suiza, increpándolo por
lo cruel que había sido.
–¡Mis amigas pensaron que algo horrible me había pasado! –le había
gritado, agitando el móvil ante él–. ¿Era necesario borrar todo rastro de mi
paso por allí, como si jamás hubiera existido?
–De ningún modo voy a disculparme por haberte sacado de ese agujero –le
había contestado él, sin dignarse a levantar la vista de la pantalla de su
portátil. Como si ella ni siquiera estuviera allí con él–. No pierdas el tiempo.
–Lo que fue una pérdida de tiempo y de energías es que fueras a buscarme
–le había espetado ella–, porque pienso volver con mis amigas en cuanto
regrese a Nueva York. Vete haciendo a la idea.
Al oír eso, terry por fin había levantado la vista, pero se había quedado
mirándola fijamente un momento y no había dicho nada.
Después de ese día había sentido cómo los barrotes de aquella prisión se

estrechaban en torno a ella, pero... ¿de verdad era una prisión? Si era esa la
sensación que tenía, ¿por qué no había intentado escapar? Muchas mañanas,
Terry estaba encerrado en su estudio, mientras ella daba vueltas por la casa,
aburrida, sin que nadie la vigilara. ¿Por qué no lo había hecho?
No tenía una respuesta. O, cuando menos, no era la clase de respuesta que
querría dar a esa pregunta. Era más fácil decirse que solo estaba esperando el
momento oportuno, igual que, al comprender que no iban a estar allí en Suiza
solo el fin de semana, había sido más fácil contarles a sus amigas una mentira
piadosa. Les había dicho, en un tono lo más alegre posible, que estaba bien, y
que había tenido que irse porque había unos asuntos de los que tenía que
ocuparse, «cosas de familia». Sí, había sido más fácil que tener que contarles
quién era en realidad.
Terry , por otra parte, estaba volviéndola loca. Seguía tratándola del mismo
modo brusco e inclemente, y le amargaba a diario la existencia. Pero luego
tenía detalles inesperados, como cuando, unos días atrás, había llegado una
furgoneta, se habían bajado dos hombres de ella, y habían entrado en la casa
cargando tres baúles altos que, según descubriría después, estaban llenos de
ropa de sway, la compañía de alta costura que había fundado su madre, que
Terry había hecho que llevaran para ella.
A candy se le había hecho un nudo en la garganta mientras los miraba.
Conocía aquel corte.

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