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El sonido de la lluvia sobre el tejado de nuestra casa me devuelve el conocimiento. No obstante, lucho por volver a dormirme, envuelta en un cálido fuerte de mantas y almohadas, a salvo en mi hogar.

Me da la impresión de que llevo mucho tiempo dormida, lo cual me parece extraño, ya que se supone que Aaron debería levantarme para preparar juntos el desayuno.
Sin embargo, su mano me hace masajes en el cabello y yo no la aparto.

Entonces me llega una voz, la voz equivocada, no la de mi hermano, y me asusto.

—Leah —dice— Leah, ¿me escuchas?

Abro los ojos y se desvanece la sensación de seguridad. No estoy en casa, no estoy con Aaron; estoy en una cueva oscura y fría, con los pies descalzos helados a pesar del saco, y en el aire noto un inconfundible olor a sangre.

La cara demacrada de un chico inclinado frente a mí entra en mi campo de visión.

—Peeta —susurro—.

—Hola. Me alegro de volver a verte los ojos —dice, con una sonrisa formándose en sus labios—.

Intento estirar mi brazo, lo tomo por el cuello y lo atraigo lentamente hacia mi, haciendo que se acerque mucho más y lo abrazo.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?

—No estoy seguro. Me desperté anoche y estabas tumbada a mi lado, en medio de un charco de sangre aterrador. Creo que por fin has dejado de sangrar, aunque será mejor que no te esfuerces demasiado ni nada.

Me llevo la mano a la cabeza con precaución: me la ha vendado. Ese gesto tan simple me hace sentir débil y mareada.

—¿Estás mejor? —le pregunto.
—Mucho mejor. Lo que me inyectaste hizo efecto. Esta mañana ya no tenía la pierna hinchada.

Lo conozco, pero no parece enfadado conmigo por haberlo engañado, drogado e ido al banquete. Quizá ahora esté demasiado destrozada y espere a después para decírmelo, cuando esté más fuerte.

—¿Has comido? —le pregunto.
—Siento decir que me tragué los tres trozos de granso antes de darme cuenta de que podríamos necesitarlo para después. No te preocupes, vuelvo a seguir una dieta estricta.

—No, no pasa nada. Tienes que comer. Iré a cazar pronto.
—No demasiado pronto.

rodé los ojos, con una sonrisa.

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—Si, pero me dejó marchar —respondo.

Por supuesto, no me quedó más remedio que contarle todo, las cosas que me callé porque él estaba demasiado enfermo para preguntarlas y las que no estaba lista para contar.

—¿Te dejó ir porque no quería deberte nada? —pregunta Peeta, sin poder creérselo.

—Sí. No espero que lo entiendas. Tú siempre has tenido lo necesario, pero, si vivieras en la Veta, no tendría que explicártelo.

—Y no lo intentes. Está claro que soy demasiado estúpido para entender.

Auch.

—Es como lo del pan. Parece que nunca consigo pagarte lo que te debo.
—¿El pan? ¿Qué? ¿De cuando éramos niños? —pregunta—. Creo que podemos olvidarlo. Es decir, acabas de revivirme.
—Pero no me conocías. No habíamos hablado nunca. Además, el primer regalo siempre es el más difícil de pagar...¡y luego las galletas! Ni siquiera estaría aquí para salvarte si tú no me hubieses ayudado entonces. De todos modos, ¿por qué lo hiciste?

—¿Por qué? Ya lo sabes —responde Peeta, y yo sacudo un poco la cabeza, aunque me duele— Katniss decía que costaría mucho convencerte.

—¿Katniss? ¿Qué tiene que ver con esto?
—Nada—odio que cambie de tema—. Entonces, Cato y Leo, ¿eh? Supongo que sería mucho pedir que se matasen entre ellos.

Sin embargo, esa idea sólo sirve para entristecerme.

—Creo que Leo nos hubiese caído bien, y que en el 12 podríamos haber sido amigos...

No puedo parar de pensar

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No puedo parar de pensar.
Acostada sobre el hombro de Peeta, estoy recordando.
Estoy extrañando.
Me siento débil.
Sensible.
A pesar de que hago todo lo posible por evitarlo, noto que se me llenan los ojos de lágrimas.

—¿Qué te pasa? —me pregunta Peeta, mirándome con cara de preocupación—. ¿Te duele mucho?

—Quiero irme a casa, Peeta —le digo en tono lastimero, como una niña pequeña. Ya nada me importa a estas alturas, he perdido todo rastro de ego o dignidad alguna vez existente en mí.

—Te irás, te lo prometo —responde él, y se inclina para darme un beso en la frente.

—Quiero irme ahora.
—Vamos a hacer una cosa: duérmete y sueña con casa; antes de que te des cuenta, estarás allí de verdad, ¿De acuerdo?
—De acuerdo —susurro—. Despiértame si necesitas que monte guardia.

—Yo estoy bien y descansado, gracias a Haymitch y a ti. Además, ¿quién sabe cuánto durará esto?

¿A qué se refiere? No lo sé, pero estoy demasiado cansada y triste para preguntar.

Cuando Peeta me despierta, ya es de noche. La lluvia se ha convertido en un aguacero.
Me siento un poco mejor, puedo sentarme sin marearme mucho y estoy muerta de hambre, igual que Peeta.

—Mañana será día de caza —digo.

—Ojalá hubiese una especie de arbusto del pan por aquí —comenta Peeta—.Me pregunto qué tendríamos que hacer para que nos envíen un poco de pan.

—Bueno, probablemente nuestros mentores gastaron muchos recursos para ayudarme a dejarte fuera de combate —comento, en tono travieso.

—Sí, en cuanto a eso —responde él, entrelazando sus dedos con los míos— , no se te ocurra volver a hacerlo.
—¿O qué?
—O..., o... —No se le ocurre nada bueno—. Espera, dame un minuto
—¿Hay algún problema? —pregunto, sonriendo.

—El problema es que los dos seguimos vivos, lo que, en tu cabeza, refuerza la idea de que hiciste lo correcto.
—Sí que hice lo correcto.
—¡No Leah! —Me aprieta la mano con fuerza,
haciéndome daño, y noto por su voz que está enfadado de verdad—. No quiero que mueras por mí. No me harías ningún favor, ¿de acuerdo?

—Quizá también lo hice por mí, Peeta —respondo; aunque me sorprende su intensidad—. ¿Se te había ocurrido pensarlo? Quizá no eres el único que..., que se preocupa por... qué pasaría si...

Estoy balbuceando, las palabras no se me dan tan bien como a Peeta, y, deseo fuertemente que active su sexto sentido, como siempre lo hace conmigo y entienda que estoy perdida.

Mientras hablo, la idea de perderlo de verdad vuelve a golpearme y me doy cuenta de lo mucho que me dolería su muerte.

Por lo que pasaría al volver a casa.

Y no es que me quedaré sola; pero, no quiero perder a mi chico del pan.
A mi amigo.
A mi Peeta.
—¿Qué pasaría si qué, Leh? —me pregunta, en voz baja.

Ojalá pudiera bloquear este momento y ponerlo fuera del alcance de los entrometidos de Panen. Lo que yo sienta es asunto mío.

—Sabes que siempre puedes contarme lo que quieras —continúa Peeta, acercándose más a mi; y seca la lágrima que corre lentamente por mi cara. Deja su mano posada en mi mejilla, y yo me recuesto en esta.

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HOLAA!
va suuper lento todo esto, perdónn !

END GAME~ (Peeta Mellark)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora