Todo un acontecimiento supuso para los lugareños aquella primera salida del hombre flaco y la niña de cabellos largos. Fue una salida memorable, que proporcionó conversación en la aldea para tres días enteros. Sin embargo, aquella salida no sería la única.
Aunque no gustaban mucho de tratar con la gente de O Roxal, el hombre y la niña, una vez cesaron los martilleos constantes, salían todos los días por los alrededores de la zona. Preferían perderse por la ribera del río y los montes de alrededor. Caminaban durante largas horas, llevando en una mochila algo de beber y algún sustento, una cámara de fotos, unos prismáticos y un cuaderno, en el que ocasionalmente apuntaban algo. Subían al salto del Belelle, donde acostumbraban bañarse; o a los montes de Ancos y Marraxón, trayendo siempre algún pequeño trofeo: unas hojas, una fotografía, un dibujo.
Después, regresaban al Pazo y allí el hombre se dedicaba a adecentar el interior del edificio para hacerlo habitable. Lo primero que hizo fue construir sencillos muebles. Cuando terminaban los paseos, comenzaba el martillo. Mientras tanto, la pequeña Ana se entretenía en las ensoñaciones propias de su edad. Solía dormir una larga siesta para recuperar las fuerzas perdidas en la caminata. Al despertar, ya pasaba las horas enfrascada en la lectura de algún relato, ya se dedicaba a explorar el inmenso jardín del Pazo. Su padre todavía no le dejaba entrar en las habitaciones cerradas. Por ese mismo motivo, deambulaba por el interior de la casa mirando con avidez y terror aquellas puertas cerradas. Algunas veces se acercaba a ellas y buscaba una grieta, un agujero por donde poder asomarse a lo que había más allá.
- Clausura, clausura- solía susurrar. Y pronunciaba después despacio cada sílaba. Clau. Su.Ra. Entonces empezaba un juego sonoro que, por sentirse ya muy mayor para pronunciarlo en voz alta, resonaba en su mente como el martilleo del patio. Clausura, clausura, clau, su, ra. Clausura, usura, ternura. Ternura, tempura, tempural, temporal, femoral, oral, al, l, ele.
No le gustaba que acabase en consonante porque la consonante suponía un final del juego. En cualquier caso, la ele era una consonante más generosa que las demás. Podía estirarse hasta el infinito. Y después de la ele siempre podía coserse una a como una puntilla larguísima y comenzar un nuevo canto: la, la, la, la...
La palabra clausura era la palabra preferida de aquella época, pero no la única. Muchas palabras eran interesantes. Moura era la palabra de la que le había hablado Teresa. Moura era una palabra razonablemente interesante. Ese diptongo decreciente la hacía especial, así como el ser al que designaba. Pero a Ana le interesaba más el diptongo que la malvada moura del juego de Teresa.
Moura, loura. Qué pobre. No se le ocurría nada más. Solo quedaba prolongar la a. Prolongar la a era divertido, pero no era divertido prolongarla porque no sabía seguir el juego.
Ana se sorprendió con el ceño fruncido y los brazos cruzados delante de un viejo espejo empañado y se dio cuenta de que estaba enfadada. Salió despacio y poniendo pucheros al patio, donde su padre lijaba una estantería. Se sentó en el suelo junto a él y lo observó largo tiempo.
- ¿Las mouras son rubias? - le preguntó.
Su padre no separó la vista de su tarea. Concentrado como estaba, no parecía el hombre torpe que todo el mundo veía. Claro que en ese momento él estaba muy lejos de allí.
Ana se levantó y se dirigió al jardín.
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La fuente de la moura
ParanormalUn hombre de aspecto extraño llega a un inhóspito lugar con una niña de nueve años y un montón de cajas y maletas llenas de libros. Nadie sabe quiénes son, pero en los pueblos siempre hay un par de ojos dispuestos a acechar todos los movimientos del...