Capítulo vigésimo tercero

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¿Qué pensaría un extraño si viese la siguiente estampa? Doce del mediodía (sí, otra vez las campanas sonando). Mes de octubre. Llovizna y niebla. Un pazo en estado semirruinoso. Eso sí, un jardín muy cuidado. Tres figuras caminan cargadas con una caja pesada y una pala. Un hombre y una niña, que son los portadores de los objetos, encabezan la pequeña procesión. Él, en pijama de cuadros; ella, ataviada con un camisón blanco. Los dos, en zapatillas de andar por casa. Detrás, una mujer de mediana edad, con un mandilón de cuadros y guantes de fregar en las manos. Llegan al pie de un camelio y el hombre comienza a cavar.

¿Qué pensaría un extraño que contemplase esta escena? Probablemente lo mismo que pensó la pareja que estuvo llamando largamente al portal del pazo, que estaba abierto,  y, en vistas de que nadie salía a recibirlos, decidió entrar por cuenta propia. Puesto que nadie les había abierto la puerta, esperaron un rato en el patio, emitiendo expresiones del tipo "hola", "hay alguien", etc. Empezaron a preocuparse al ver un barreño lleno de sábanas manchadas de sangre, pero no había que exagerar. Podía haber habido un parto. Llamaron a la puerta del edificio principal, que estaba abierta, y no les hizo falta pasar para ver que en la habitación del fondo estaban todas las paredes manchadas de sangre.

- Yo entro - dijo la chica.

- No puedes -repuso el muchacho-. Es allanamiento de morada. En teoría, ni siquiera deberíamos estar aquí.

- ¡Joder, Enrique! ¿No ves que en esa habitación hay sangre? ¡En las paredes! ¿Tú crees que un parto salpica las paredes?

- Tía, vámonos.

- Vete tú. Aquí pasa algo gordo. ¿Para qué nos pagan? ¿Eh?

- Tía, pasa de todo. No somos policías, ni detectives, ni nada. Si ahí pasó algo gordo, vámonos, damos parte a la policía y chao. Yo lo siento mucho, pero paso de arriesgarme el pellejo.

La muchacha miró a su compañero con desprecio.

- ¿Tú eres tonto? ¿No ves que aquí hay una niña? ¿Y que está en peligro? ¡A lo mejor ya ni está! Mierda, yo tengo que saber qué pasa sí o sí.

La muchacha entró en la casa y examinó todo con detalle.

- Tío, Enrique. Hay un puñal lleno de sangre tirado en el suelo. Qué acojone.

- Vámonos.

- Espera - dijo ella, dirigiendo la vista hacia el jardín-. Mira.

- ¿Qué coj...?

- Esa es la niña. Está viva.

- De momento.

- Esos deben de ser los padres.

- Joder. Pues a mí la tipa me parece la que tenía antes el súper del Rojal.

- ¿Qué dices?

- Sí, que tuvo que cerrar porque los vecinos empezaron a rajar de que la hija era una bruja y que tenía el demonio en el cuerpo y no sé qué más. Y a partir de ahí le hicieron el boicot y hala, a chapar la tienda.

- A mí esto me da mal rollo.

- Si ya te lo decía yo. Vámonos.

- No - dijo la chica-. Vamos a presentarnos. Para eso hemos venido, ¿no?

- Bueno, de aquí a la policía.

- Claro, claro.

La pareja se acercó al trío con paso firme y gesto adusto. Cuando llegaron adonde se encontraban, la niña estaba echando tierra encima de la caja de cartón que servía de ataúd a Centella.

- Buenos días - dijo el muchacho-. ¿Don Lázaro Fernández?

- Yo soy - dijo Lázaro, un tanto desconcertado por aquella primera visita como por haber sido sorprendido en tan surrealista situación.

- Somos de servicios sociales. Yo soy Gala y este, mi compañero Enrique.

- Mucho gusto.

Ana, mientras hablaban los mayores, no cesaba de echar tierra sobre el hoyo.

- ¿Esta niña tan bonita cómo se llama? - preguntó el muchacho.

Ana no contestó. Ni siquiera levantó la vista de su labor.

- Ana- se apresuró a decir Lázaro.

- ¿Es su hija? - preguntó la muchacha.

- ¿Por qué está echando tierra en una fosa en lugar de ir al colegio? - preguntó el chico.

Lázaro, en ese momento, se quedó tan mudo como Ana.

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⏰ Última actualización: Jul 21, 2015 ⏰

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