Capítulo vigésimo segundo.

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Doña Lucía fue la portadora de la noticia. Ella había entrado a las diez a despertar a la chiquilla y se había encontrado todo salpicado de sangre. El susto que se llevó era inimaginable. Luego vio que la niña dormía respirando profundamente. Era el cachorro el que estaba muerto. Y en las manos de la pequeña había un puñal ensangrentado.

- ¡Dios mío! ¿Cómo puede ser? Ese angelito no es capaz de tal atrocidad, señor.

Lázaro no daba crédito. Sacaron a la niña, aún dormida, en brazos, y la llevaron a la cama de Lázaro. Doña Lucía tenía razón. El camisón de Ana estaba inmaculado, lo mismo que sus manos.

- Además - razonaba doña Lucía-. ¿Usted cree que va a acuchillar a ese cachorro, a quien tanto quería, y después dejarlo dormir junto a ella? ¿Y no había guardado el puñal? O por lo menos dejarlo en la mesa, coño.

La mujer se tapó rápidamente la boca, consciente del taco que se le había escapado.

- Esto no puede ser verdad - dijo Lázaro, pensando en voz alta.

Rápidamente doña Lucía puso las sábanas a remojar en un barreño y se dispuso a limpiar la habitación. Lo primero que hizo fue quitar de en medio el cuerpo del animal.

- ¿Qué va a hacer?

- ¿Qué voy a hacer? Deshacerme del cuerpo, ¿no lo ve?

- Métalo en una caja de las que trajimos en la mudanza - le dijo Lázaro-. Están en el edificio de al lado.

Mientras doña Lucía salía con el perro, Lázaro inspeccionaba la escena del "crimen". La ventana estaba abierta. ¡Estaba abierta! Cuando él había cerrado todo antes de salir por la mañana. ¿La habría abierto Ana al acostarse? ¿O acaso...? No, no podía ser. Pero, ¿y aquel puñal? No lo había visto antes. No podía ser de la niña. Pero, si no era de Ana, ¿de quién era?

Ana despertó al poco rato y Lázaro le contó lo sucedido. Comenzó a llorar desconsolada y se abrazó a Lázaro.

- ¿No pensarás que... no pensarás que he sido yo, papá?

- Claro que no, cariño. Claro que no.

"Pero entonces, ¿quién fue?"

Ana escondía su cara entre las manos y su larga melena rubia. Cuando miró de nuevo a Lázaro, tenía los ojos rojos e hinchados, y las lágrimas no cesaban de rodar por su cara. Sus ojos verdes destacaban en contraste con el enrojecimiento provocado por el llanto.

"Esa melena. Esos ojos. Es igual que su difunta madre. Y también es igual que eso, que esa visión horrible. ¡Dios mío! "

- Anda, ven - le dijo-. Vamos a tomar un vaso de leche.

- Quiero enterrarlo.

- ¿Qué dices, mi amor?

- Tenemos que enterrar a Centella. Yo no puedo comer con el cadáver de Centella insepulto.

La fuente de la mouraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora