Capítulo séptimo

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El sol ya había perdido parte de su fuerza y se preparaba para comenzar su declive diario. Ana se entretenía tocando con un palo los barrotes del cerco trasero del pazo mientras en su cabeza sonaba, como un eco lejano, ou, ou, ou, aquel diptongo. Ahora ya se había desligado de la palabra y tenía entidad propia. Una forma bien definida que no necesitaba significado. De repente, el desfile de barrotes terminaba con una viga de cemento. Ana se detuvo, y también los ecos de su cabeza.

¿Por dónde seguir su camino? Ana no se había parado a pensar en eso, había dado por supuesto que el jardín estaría cerrado y que no tendría más que seguir los barrotes para dar una vuelta completa. Sin embargo, no era así. Decidió dibujar en su mente un plano imaginario del jardín del pazo. Trazó el recorrido que ya había hecho con bastante seguridad, e imaginó el recorrido que le faltaba por recorrer para dar una vuelta completa y regresar al mismo punto. Después, se puso en marcha. Sus botas de montaña pesadas le daban mucha seguridad. Tiro el palo y se puso a caminar saltando.

Caminó bastante tiempo. La hierba estaba muy alta y cada vez tenía que saltar más. Pero al cabo de poco rato, encontró algo muy interesante: en medio de la maleza se levantaba una fuente sin agua, de piedra, muy bien tallada, adornada con una escultura de un querubín sentado sobre una concha. Ana se rió, pues el angelito tenía una cara muy divertida, como si estuviera probando el agua y esta estuviera fría.

Ana se sintió muy orgullosa de su nuevo descubrimiento y, tras hacerle una carantoña al pequeño amorcillo, salió corriendo por el mismo camino que había venido para darle a su padre cuentas del gran descubrimiento.

Lázaro sacó varias fotografías de la fuente descubierta por la niña. Decía que probablemente hubiese tres esculturas más que parecían haber sido arrancadas de sus bases.

- ¿Serían también querubines, papá? -preguntó Ana.

- Quién sabe. Probablemente sí.

Lázaro examinó bien el lugar. Si allí había habido una fuente, se entiende que aquella fuente funcionaba. Y por ese motivo, parecía posible que volviese a funcionar.

- ¿Podemos volver a hacer funcionar la fuente? -preguntó Ana, como leyéndole el pensamiento.

Para regresar al edificio central del pazo, decidieron dar la vuelta por el camino inexplorado. Ambos tenían el secreto deseo de encontrar algún otro "tesoro", pero no vieron nada más que hierba y maleza. Mientras caminaban hacia su nueva casa, Lázaro decidió interrumpir por unos días la elaboración de muebles y segar toda la hierba, que  estaba muy alta. Al ser aquel un lugar tan húmedo y abandonado, tenía miedo de que entre tanto matorral se escondiese alguna víbora.

- Papá. ¿Por qué no haces tú las esculturas que faltan?

Lázaro sonrió. Ana siempre le adivinaba el pensamiento.

La fuente de la mouraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora