Capítulo duodécimo

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Un, dos. Ana no puede dormir, se levanta y coge su bloc de dibujo.

Tres, cuatro. Dibuja la luna, y en la luna, un astronauta.

Cinco, seis. Dibuja una gallina, y en su pico, una culebra.

Siete, ocho. Dibuja un monte, y en el monte, un laberinto.

Nueve, diez. Ana guarda el bloc de dibujo y apaga la luz. Pero la luna brilla tanto que tiene que taparse la cabeza con la almohada.

En la noche están los grillos que cantan en la cabeza de Ana más que las palabras. Ana, la verdad, se parece a un grillo, porque los dos cantan sin abrir la boca.

¡Un momento!

Parece que hay alguien más cantando. Por encima de los grillos y de las voces de la cabeza de Ana se dibuja una melodía.

¡Sí! Ana escucha emocionada un canto dulcísimo que parece proceder del exterior. Es una voz de mujer, blanca y redonda como la luna convertida en moneda de plata.

Qué lástima, no puede comprender lo que dice. Ana se levanta sigilosamente -la noche da un poquito de miedo- y abre la ventana. Oh, ahora está más cerca. Es octosílabo. Ana dibuja la melodía en su cabeza como si fuera un poema. ¡Lástima no saber de música! Cada sílaba es un punto. ¡Lástima no entender las palabras!

La niña deja la ventana abierta y se acuesta, y se duerme arrullada por esa dulce canción que bien podría ser una canción de cuna como las que le debía de cantar su madre cuando era pequeña. Ahora Ana duerme sonriendo, imaginando que es un hada quien le está cantando, y que ella es una pequeña hadita recién nacida en el cáliz de una flor, y en el sueño sí que puede comprender la letra de esa canción misteriosa.

La fuente de la mouraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora