Capítulo decimotercero

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Ana se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Había tenido pesadillas. Notaba el cuerpo debilitado y pensó que no sería capaz de moverse, pero abrió fuertemente los ojos porque sabía que si no despertaba rápido recordaría los sueños. Y no quería.

Cuando logró desentumecer sus miembros, pensó que si estuviese muerta no podría levantarse a asustar a la gente. Sería muy cansado.

Se puso la bata y salió de su habitación, atravesando el salón con pasos pequeños. Miró su figura en el espejo y se apartó asustada. ¿Qué sucedía? Su cara era la de siempre: allí estaba su frente, sus ojos verdes con pestañas rubísimas, su boca, sus dientes. ¿Por qué se había asustado? Salió corriendo de aquel salón y atravesó la cocina para dirigirse al exterior de la casa. El pazo era muy antiguo y todavía no habían habilitado el baño, por lo que tenían que hacer sus necesidades fuera.

Al salir sintió que se le helaba el corazón: en el patio, formando la figura de un círculo, yacían muertas todas las gallinas. En el centro del círculo, hecha añicos, la escultura que había encontrado ayer su padre.

Ana corrió de nuevo hacia el interior del pazo y entró en la habitación de su padre, que aún dormía.

- ¡Papá! ¡Despierta! - gritó.

La fuente de la mouraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora