Capítulo octavo

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El diez de septiembre, Lázaro y Ana fueron por primera vez a la feria del lugar. Para ello, sacaron su viejo 127 y recorrieron el breve camino que separaba el Pazo de Albarón, que así se llamaba el sitio del mercado. Ana habría preferido ir caminando, pero su padre le había explicado que tenían que comprar varias cosas y que necesitaban llevar el coche. Contempló a través de la ventanilla el camino, lleno de casas construidas hacía casi un siglo, que mantenían el estilo de aquellos tiempos, con detalles modernistas en su decoración. Pasaron por delante del supermercado de la madre de Teresa, que estaba cerrado. La mañana era radiante, y Ana devoraba aquella luz con avidez. Incluso sonreía.

Su goce fue aún mayor cuando llegaron a la feria, que era un guirigay de colores, olores y sonidos que alegraban los sentidos sin saber por qué. Allí había todo tipo de animales: conejos, gallinas, pollos, ¡incluso cerdos! Las viejas llevaban un pañuelo a la cabeza y exhibían sus productos: verduras, ajos, huevos, cestos, rosquillas... Había muchísima gente, y todos se quedaban mirando para ella y para su padre con curiosidad.

El padre se detuvo frente al puesto de un matrimonio que vendía maquinaria agrícola. Mientras el hombre le explicaba a Lázaro el funcionamiento de una segadora, la mujer animaba a un pequeño cachorro a jugar con Ana, que le tendía la mano.

- Juega con la niña, Centella -le decía-. Mira qué niña tan guapa. ¿Cómo te llamas? -le preguntó a Ana, poniéndole el cachorro entre los brazos. Ana no contestaba, solo sonreía y se dejaba lamer por el animal.

- Qué pelo tan bonito tienes - le decía la vieja -. ¿Te gusta, Centella? Parece que hacéis buenas migas.

Ana jugaba con el cachorro. No contestaba a las preguntas de la mujer. Nunca hablaba fuera de casa. No sabía por qué. A veces quería hacerlo, pero no se veía capaz a menos que no tuviese muchísima confianza. Eso le fastidiaba un poco. Porque, por ejemplo, era una lata para jugar con otros niños. El día que jugó con Teresa le habría gustado hablar con ella, pero no había sido capaz. "Cuando vuelva a verla, le diré algo", se prometió Ana a sí misma.

- ¡Y parece que te comió la lengua el gato! -le dijo la señora. Ana sonrió, pero bien le habría gustado propinarle a la mujer una patada en los dientes. ¡Como si no le llegara a ella con no poder hablar, para que encima la gente se pusiera a hacer chistes sobre eso!

Centella le lamía la cara como un loco, y Ana se rió con una carcajada.

- Te gusta Centella, ¿eh, bonita?

Dijo que sí con la cabeza.

- Dile a tu papá que te lo compre. Te lo dejo baratito, por treinta euros lo llevas. Yo tengo cinco hermanitos suyos en casa.

Centella comenzó a mover el rabo y miraba a Ana con cara suplicante. La niña lo apretó en su regazo y se acercó a su padre. Le tiró de la chaqueta y le dijo unas palabras al oído.

Al cabo de una hora, regresaban al pazo con un cortacésped, un cachorro y una jaula con gallinas. En el pazo de Isabel II ya comenzaba a haber mucho ruido.

La fuente de la mouraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora