Capítulo vigésimo primero

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Su cabeza estallaba. No aguantaba más. Tenía que salir de allí con la niña inmediatamente. Tenía que arreglar todos los papeles y buscar una nueva residencia. No soportaba estar en aquel lugar ni un segundo más. Le dijo a la niña que se vistiese y la llevó a pasar el día fuera. Fueron andando hasta Jubia, donde tomaron un autobús hasta Ferrol. Comieron en un restaurante y fueron al cine. A la salida del cine, llevó a Ana a una chocolatería. La niña volvía a reír como antes. Eso era lo único que le regocijaba un poco en su angustia.

Pero pronto cayó la tarde, mucho más pronto de lo que él quisiera. Se encendieron las farolas de la ciudad. Muy pronto caería la noche. Había que volver a casa. ¡Había que volver a casa! ¿Acaso aquel caserón abandonado podía llamarse casa? Se encaminaron a la parada de autobús a paso lento. También la niña iba despacio. ¿Acaso ella también...? No, qué va. Ella estaba durmiendo plácidamente cuando él vio... ¿Pero por qué seguía pensando en eso? ¡Si estaba claro que había sido todo un sueño! ¡Si por la noche todo se vuelven fantasmas y un ratón parece el monstruo más terrible!

"No seas tonto, Lázaro. Parece mentira que, con tu edad..."

Subieron al autobús. Ana se sentó a su lado y miraba por la ventanilla con los ojos muy abiertos. Cuando llegaron a Jubia era casi de noche. Les quedaba aún un trecho andando hasta el pazo. Hasta O Roxal iban caminando a paso normal, pero al tomar el camino que llevaba hasta el caserón, Ana tomó su mano con fuerza.

- ¿Tienes miedo? - le preguntó.

La niña dijo que sí con la cabeza. Era para tenerlo. Comenzó a lloviznar, lo que les sirvió de excusa a ambos para apurar el paso. Al llegar junto al portal, se escucharon los ladridos alegres de Centella, que les daba la bienvenida con grandes fiestas.

- Estamos en casa- dijo Lázaro. Lo que expresaba su voz no se podría decir: alivio por haber pasado el camino, miedo por si volvía a tener una visión como aquella.

Tomaron una taza de leche y pasaron al salón, acompañados de Centella, que se había ganado por derecho el pasar la noche a cubierto. "Tendré que buscarme otro perro guardián. Uno grande". Leyeron un rato. Mucho rato. Tanto rato, que las campanadas volvieron a dar las doce. Lázaro no quería acostarse. Pero la niña tenía que dormir. Pero no debía dejarla sola. ¿O sí? Si solo había sido un sueño, esta alteración en la rutina no hacía más que contribuir a aumentar el miedo infundado. No, lo mejor era hacer como siempre. Mandaría a la niña a cama y él se quedaría allí leyendo un rato más, como todas las noches.

- Ana. Es muy tarde.

Ana alzó los ojos del libro. Marcó la página y se levantó.

- Papá.

- ¿Qué?

- ¿Puedo dormir con Centella?

Lázaro puso una expresión de desagrado. Siempre le había dado mucho asco esa costumbre de algunas personas de dormir con sus animales de compañía. Pero, la verdad, en aquel caso... El asunto se le antojaba de manera diferente.

- Bueno. Puedes.

- ¡Bien!

- Pero Centella en la alfombra.

- Sí, papá. ¡Vamos, Centella!

Cuando se cerró la puerta del dormitorio de Ana, Lázaro volvió a sentirse presa de la desazón. ¿Cómo se dormiría ahora? No podía tampoco concentrarse en la lectura, ni en nada.

Lázaro no solo aborrecía la costumbre de dormir con animales. También odiaba la costumbre de tanta gente de tapar el silencio con el ruido de la radio o de la televisión. Por eso él no había llevado al pazo ni radio ni televisión. Pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por tener alguno de esos aparatos. Tapando el silencio, tal vez podría tapar un poco su miedo.

Decidió coger una vieja libreta que tenía, un volumen en latín de la Eneida, y ponerse a traducir. De aquella manera, forzando a la mente a trabajar en otras cosas, no se entretendría en disparates. Estuvo traduciendo hasta las cuatro de la mañana. Después, su cabeza, agotada, se desplomó sobre la mesita a la que se sentaba.

Despertó sobresaltado a las ocho de la mañana. Ya entraba la luz, aunque débil, por la ventana. Bien. Había pasado aquella primera noche de terror y no había pasado nada. O eso era lo que parecía.

La fuente de la mouraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora