Capítulo decimonoveno

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La iglesia de Viladonelle quedaba bastante lejos del pazo andando, pero sus campanadas se escuchaban perfectamente. Al principio, Ana y Lázaro tenían dificultades para conciliar el sueño porque no estaban acostumbrados ni a  los sonidos de la naturaleza ni al tañer de las campanas, y mucho menos al silencio de un lugar tan solitario. Quien se hubiese asomado aquella noche de octubre a la ventana habría visto todo el pazo envuelto en una niebla densísima. Solo parecía posible llegar al él a las campanadas, cuya voz llega a los rincones más ocultos, incluso debajo de las hojas secas de los robles.

Aquella noche, Lázaro y Ana dormían profundamente. Ya habían adaptado su ritmo a la naturaleza. Además, al haber superado ya la pequeña crisis desatada por el susto de la niña, tenían razón para descansar tranquilos.

No oyeron los primeros ladridos de Centella.

No oyeron siquiera cuando estos se transformaron en lamentos.

No oyeron al animal arañando la puerta principal del edificio, que durante el día estaba abierta.

No oyeron cómo el cachorro entró por la ventana tirando un candelabro que había sido de una tía de Lázaro.

Solo cuando Centella empujó la puerta del cuarto de Ana y se abalanzó sobre ella, ladrando, se despertaron.

Lázaro irrumpió en el cuarto de la niña, al ver tremendo estruendo, e intentó tranquilizar al animal y a la pequeña. El perrito no se apaciguó sino después de un cuarto de hora en que Lázaro lo tuvo en brazos. Entonces aún temblaba y miraba hacia la ventana abierta. Parecía que quisiera decirle algo.

- Tranquilo, pequeño - le susurró Lázaro.

"¿Habrá luna llena y por eso está inquieto?"

Ana volvía a dormir profundamente. Intentó llevar al cachorro a su cuarto, pero Centella se negaba a abandonar la habitación de Ana. Entonces se resignó: fue a buscar un viejo jergón y lo tumbó en el suelo del cuarto de la niña. Se acurrucó con el perro en brazos como si fuera un bebé.

Ya había vuelto la tranquilidad al pazo. Se le estaban cerrando los ojos cuando Centella se estremeció y su cabeza dio un respingo. Otra vez comenzó a ladrar violentamente, saltando hacia la ventana. Lázaro se levantó y se asomó a la ventana para ver si había luna llena (y, de paso, cerrarla, pues a él no le gustaba el aire frío en el cuarto mientras dormía). No había luna llena. Pero lo que vio por la ventana hizo que se le congelase la sangre en las venas.

Una mujer rubia estaba al pie de la ventana. Tenía una larguísima melena y llevaba un vestido blanco que parecía un sudario. Miraba hacia él sonriendo. Y su rostro...

¡No!

Lázaro se tapó la cara con las manos. No podía ser verdad. No era verdad. Lázaro volvió a mirar, con la esperanza de que allí solo hubiese niebla. No. Allí estaba la mujer. Creyó que le fallaban las fuerzas y que se desmayaría, y que susto mayor que ese no iba a tener en su vida. Pero la vida es caprichosa y aquella mujer extraña comenzó a desdibujarse lentamente y a reducir su tamaño hasta convertirse en una pequeña culebrita. Una culebrita verde y graciosa, que se alejaba silbando hacia su lecho de hojas crujientes. Una culebrita con dos alas en la cabeza.

La cabeza de Lázaro se nubló. ¿Qué era eso que acababa de ver? Era tan surreal, tan fantasmagórico, que solo podía ser un sueño.

La fuente de la mouraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora