CAPITULO III

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Llegué a casa ese día con ganas de meterme dentro de un agujero, enterrarme a mí mismo y no salir hasta pasados ciento cincuenta años, o preferiblemente cuando la especie humana se hubiera extinguido y lo único que quedara sobre la tierra fueran las cucarachas. Aunque vaya asco que dan esos bichos. Pero al menos no hablaban.

Comprobé que la casa estuviera impoluta, tal y como estaba cuando llegué. Pedí comida coreana en uno de los restaurantes favoritos de Ryan, que he de decir que se había convertido en uno de los míos también, porque estaba todo espectacular. Pero esa noche me decanté por un poco de bulgogi con arroz y un plato de tteokbokki, que parecía ser la especialidad del restaurante, porque sabía increíblemente bien.

Despedí al repartidor con una sonrisa cuando recibió el dinero, y me senté en la isla de la cocina sobre uno de aquellos taburetes de diseño, que eran exactamente iguales que unos de Ikea de diez euros, pero que mi madre se había empeñado en comprar. Eran de un color blanco neutro, con algo de respaldo, y una circunferencia que rodeaba las patas de estos, para poder descansar los pies. Después de sacar todo de sus bolsas y de echarlo en diferentes platos, comencé a comer casi como si estuviera muerto de hambre y no hubiera comido en semanas.
La carne del plato de bulgogi, que se mezclaba con aquel arroz pastoso, se deshacía entre mis papilas gustativas, haciendo que soltase algún que otro gemido de placer. Comí más rápido de lo que me hubiera gustado, porque quería saborear eternamente aquella cena, pero estaba tan deliciosa que, cuando me di cuenta ya no quedaba nada. Daba gracias entonces a que no había nadie en casa. Mis padres probablemente me habrían dicho que no puedo perder el tiempo cenando de aquella forma, que me hiciera algo ligero y me centrase en estudiar, que era mi obligación. Me levanté negando con la cabeza, intentando evadir aquellos pensamientos y recogí todo para después acabar dejando la cocina tal y como estaba antes de comer. No me apetecía tener que escuchar las voces de mis padres por haber dejado una mota de salsa en la encimera o una miga de pan en el suelo.

Al menos tenía el consuelo de que al día siguiente no tenía clases. Al parecer el profesor que nos daba clase ese día, se había puesto enfermo. Así que nos mandó los apuntes por correo para repasarlos y poder hablar de ellos en la siguiente clase que tuviéramos con él. No es que me desagradara la idea, al menos podría estudiar en un sitio donde no sintiera que me estaba mirando todo el mundo. Pero claro, si a eso le teníamos que restar el inconveniente de que mis padres llegaban ese día a casa, casi que prefería estar con veinte desconocidos en clase.
Solo de pensar en que tendría que aguantar otro curso más en aquella casa, con aquellas personas que se hacían llamar padres, tratándome como un despojo humano, sacándome defectos hasta de las cosas más estúpidas, y tratándome en femenino porque «Allyson, somos tus padres, no pretenderás que nosotros que te hemos criado, tengamos que llamarte como tú elijas. Yo te he criado, soy tu padre, y por lo tanto soy yo quien tiene que elegir tu nombre. Tú con tus amigos haces lo que te dé la gana, pero bajo este techo, tienes un nombre y unos apellidos».

Cierto, no he contado mucho de mi historia. Ni de cuándo se enteraron mis padres de esta noticia que como habréis podido comprobar, les hacía la mar de felices.

Pues veréis, cuando cumplí los veinte años, después de tener varias novias que no llegaron a nada serio y haberle contado a mi familia años atrás que era una chica lesbiana y orgullosa, cosa que no les hizo nada de gracia, empecé a tener muchas dudas sobre mi género.
Os podría decir las típicas cosas que os preguntaría un psicólogo para detectar disforia de género como: ¿Desde cuándo te sientes así? ¿Solías jugar con chicos o con chicas cuando tenías menos edad?
Y la increíble pregunta de: ¿Sueles vestir con ropa masculina o femenina?

La cara de la psicóloga mientras me estaba haciendo las preguntas era de una vergüenza absoluta. Se disculpó repetidas veces, alegando que eran preguntas que le obligaban a hacer, y que sabía perfectamente que la ropa o con quién juegues de pequeño, no determina tu identidad. Le dije que no era necesario disculparse, pero insistió en ello, así que simplemente le dediqué una sonrisa.

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