Capítulo XI

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Elise no comió nada mientras caía la tarde, ni tampoco cenó. Tenía el estómago abierto, pero solo para las náuseas.

—Elise. —Gideon llamó a la puerta—.

Ella no se movió de la bañera.

—¿Estás bien? ¿Te preparo algo para comer? —Se quedó un rato al otro lado, suspirando—. Me preocupas. Habla conmigo, no estás sola en esto, yo también he recibido esas amenazas.

—Ya has pagado a tu amigo para que hable conmigo, ¿no?

Lo escuchó suspirar otra vez.

—No me vengas ahora con esas. August está aquí porque quiero que te sientas segura otra vez, y él puede asegurarme que estarás bien. ¿Crees que me siento bien teniendo que pedirle algo así? Me siento como una mierda todos los días desde que me desperté del coma, Elise.

Ella se frotó los brazos con una pastilla de jabón. Perdió la consciencia entre la espuma que olía a jazmín y almizcle.

—¿Elise? —Volvió a llamar—.

—¿Sabes, Gideon? —Se abrazó las piernas, descansando la barbilla sobre las rodillas—. Odio las rosas.

—¿Qué? Ya lo sé. ¿A qué viene eso?

Elise sonrió.

—Por nada.

Después de un rato, Gideon se fue. Aunque la puerta nunca había estado cerrada con pestillo.

Cuando terminó salió de la bañera, y quitó el tapón. Se secó con un albornoz, poniéndose crema y perfume antes de irse a la cama.

Tenía una quemadura que empezaba en el tobillo izquierdo y subía por el costado de su pierna, hasta acariciarle el muslo. Recordaba la lluvia impactándole en la cara, gritar pero no escuchar su voz, tener el peso de la puerta arrancada sobre la pierna, y la explosión.

Estaba deformada.

Tenía un carácter agrio.

No era estereotípicamente guapa, ni tenía hobbies ni talento.

Se tocó el vientre con cariño, dibujando círculos alrededor del ombligo. Se preguntó quién querría tener un hijo con ella, mezclar su repulsiva genética con la suya.

No era una mujer extraordinaria, no había escrito un best seller ni salía en televisión. Vivía apartada del pueblo en la boca del bosque, y la tecnología en su mansión culminaba en el teléfono fijo... ¿Cuándo la había visto? Y no se refería a lo que hacía Gideon, que la miraba sin ver. Ni siquiera se refería a su época de novios, cuando vivían el uno pegado al otro como el reflejo de un espejo.

Se refería a verla. A notar su presencia.

¿Qué había hecho, para que un desconocido sin rostro la siguiera durante años?

Atormentada, salió del baño, y antes de irse a dormir bajó a prepararse una infusión.

Gideon hacía rato que se había retirado a su dormitorio.

—Perdón.

Elise miró por encima de su hombro, retirando la tetera del fuego.

—Hola. —Le contestó mirando las bolsitas de té—.

August había salido para cumplir con su último trabajo temporal (esa vez Elise no quiso saber dónde) alrededor de las cinco, y volvía ahora, a las once de la noche.

Tenía el pelo húmedo, y una camiseta de color gris manchada de gotas de lluvia y sangre. Parecía cansado, o enfadado, o una mezcla de ambas.

—Pensaba que ya estaríais durmiendo.

La Mansión MansfieldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora