Capítulo XIX

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El humo se retorcía bajo un rayo de sol.

Lo veía difuminarse e irse con la corriente que venía de algún lado, yendo hacia ella para besarla.

—¿Dónde estoy?

Notaba las palabras pegajosas, martilleándole la cabeza.

—Muerta no.

Giró poco a poco la cabeza sobre la almohada, encontrándose con August sentado delante de la cama, fumando.

—Ah.

Volvió a mirar el techo. No recordaba mucho. Se tocó el pecho y el abdomen bajo la manta, descubriendo que tenía puesto uno de los camisones de satén.

—Estabas congelada.

—Solo quería darme un baño.

—Ya.

—A veces. —Respiró profundamente, notando que le dolía hacerlo—. Lo hago. Cuando la ansiedad me supera, el frío me ayuda.

—No soy médico, pero mantener la cabeza dentro del agua solo quita la ansiedad porque te mata.

—¿Pero te la quita o no? —Intentó reírse—.

August no le respondió. Su silencio fue como un látigo, le hacía daño.

—Solo quería bañarme. —Insistió, negando con la cabeza—. Nada más.

—Deberías ducharte.

Se levantó, haciendo crujir la silla que había arrastrado del escritorio.

—Tienes algas en el pelo.

—¿Estás enfadado conmigo? —Lo miró desde la cama, pálida y con los labios algo azules—. ¿Un cliente muerto te daría mala reputación?

—Por el amor de Dios, ¿qué te pasa?

Volvió a sentarse, acercándose más hasta quedar justo a su lado. Elise se lo quedó mirando.

—¿Estás tú enfadada conmigo?

—No quiero que te preocupes por mí.

—Lo que me pides no es posible.

—Lo haces porque trabajas para mí. —Se incorporó—. El dinero me ha dado muchas cosas, a mi marido, esta casa, la ropa que llevo puesta, mi coche, mi móvil... No quiero que el dinero te traiga a ti también.

—No lo hago por eso. —La avisó—.

—Y una mierda. —Se inclinó hacia él—.

—No te he sacado del lago porque sea mi trabajo, Elise. —Suavizó el tono—. Me caes bien. Y no me importa si te gusta o no, no voy a quedarme impasible mientras te haces daño.

—A ti no te cae bien nadie. Ni siquiera conoces a los hombres con los que llevas trabajando cuatro años. Solo eres así conmigo porque me he convertido en tu trabajo.

—Ya te he dicho que si te molesta, no notarás que estoy aquí.

—¡No! ¡Quiero notar que estás aquí! —Se le marcó una vena del cuello—. Me gustaba hablar contigo cinco minutos en la galería, o aunque solo fueran tres, porque eran reales. No lo hacías porque alguien te había dicho que debías.

—Elise... —Negó con la cabeza, mirándola a los ojos. Primero uno y luego otro—.

Eran de un marrón que se expandía bajo el sol, como el café cuando le echaban un poco de leche.

—¿Qué?

August tragó saliva. Miró al suelo y luego se levantó, dándole la espalda.

—Me alegro de que no estés muerta.

La Mansión MansfieldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora