Capítulo XXIII

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El día no anunciaba sol por ningún lado.

La mañana relevaba a otra noche en blanco, pero con el murmullo de la cafetera y la radio.

August entró en casa por la puerta de atrás a las siete y tres minutos, después de haber buscado a Heimdall.

Lo encontró enganchado a un árbol por el collar, cubierto de barro, y cojeaba de una pata. Habría intentado por todos los medios volver a casa cuando lo escuchó llamándolo.

—Buen perro. —Lo acarició, y Heimdall empezó a llorar, poniéndose boca arriba—. Has intentado ir a por el intruso. Bien hecho.

Él se quedó tumbado, jadeando.

—¿Ha vuelto?

La voz de Elise llegó a ellos, en cuanto escuchó las cuatro patas en casa. Cruzó el comedor, y llegó a la cocina.

—¿Dónde estabas? Qué sucio estás.

—Ahora lo saco.

—No. No, déjalo dentro, está congelado. ¿Dónde lo has encontrado?

Giró la cabeza hacia él para hablarle, y August se sintió extraño cuando la miró esa mañana a los ojos. No pensaba en ignorarla, ni huir de ella, pero se le hizo raro que Elise le hablase primero.

Joder, la besaría ahora mismo si lo dejara.

—Se había quedado atrapado.

Elise volvió a mirar a Heimdall, acariciándolo, y le quitó el collar casi desgarrado.

—Báñalo con la manguera del jardín. El agua sale directamente de casa y está templada. Luego déjalo en su cama. —Se levantó—.

—De acuerdo.

—No volverá a salir de casa.

Encaró una ceja al escucharla decir eso.

—Está entrenado para protegernos.

—Lo estuvo. Ahora se convertirá en un perro gordo y consentido. ¿Lo has entendido? No quiero que le pase nada.

August asintió con la cabeza.

—Bien. —Zanjó la conversación, también asintiendo mientras se miraban—. Estoy con las facturas, ¿quieres un café?

Casi lo hizo reír. Elise era muy buena fingiendo, incluso cuando sabía que le mentía era completamente capaz de creerla.

—No, gracias.

—Vale.

Se giró como si le diera las gracias, ondulando la bata que caía hasta sus pies.

—¿Quieres hablar de lo que pasó anoche?

La hizo suspirar. La vio negar con pesadez, como si ya esperara que se lo dijera.

—¿Por qué? —Le preguntó él—.

—Porque no hace falta.

Volvió a girarse.

—Las conversaciones incómodas hacen relaciones cómodas.

—No utilices mis palabras contra mi. Ve a bañar a Heimdall.

Le dio la espalda, queriendo volver al comedor.

—Lo siento.

—Deja de disculparte. —Respondió con desagrado, dándose la vuelta. Bajó la voz—. Si tanto querías hacerlo, ¿por qué te disculpas tanto? ¿Te arrepientes ahora?

August negó con la cabeza.

—No.

—¿Entonces? —Le exigió—.

La Mansión MansfieldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora