Capítulo 3

279 59 5
                                    

Las jugarretas de los niños continuaron. A medida que iban creciendo, éstas se
tornaban más ingeniosas. Además, se pinchaban continuamente para ser el mejor y el más perfecto en las actividades extraescolares, y así se pudo ver cómo el pueblo de BangNa tuvo al mejor alumno en clase de cocina ante un furioso Nunew, así como al excelente y más violento jugador de hockey ante un asombrado Zee.

Cuando los niños competían entre sí, era la guerra, pero, cuando se juntaban, resultaba asombroso ver cómo se compenetraban para lograr ser los mejores en aquello que estuviesen haciendo. A pesar de que en ocasiones pactaban una pequeña tregua por el bien de la comunidad, sus pillerías seguían siendo la mejor diversión ante los monótonos días en ese aburrido pueblo.

En todos los años que tenía Milisent, y ya eran muchos pues estaba cerca de los sesenta, nunca había presenciado una serenata tan espantosa como la que dedicó su nieto al vecino.

Todo había comenzado esa misma mañana, cuando había visto a su nieto de quince años correr de un lado a otro de la casa con sus ahorros en la mano.

—Abuela, ¿me prestas cinco dólares? —preguntó Zee con cara de angelito, por lo que en esos momentos Milisent supo que planeaba una de las suyas.

—Espero que no quieras el dinero para hacer alguna de tus trastadas —dijo la abuela mientras le tendía el dinero, sin poder resistirse a la mirada lastimera de esos
preciosos ojos oscuros.

—No abuela, es para dar una serenata a un chico. Me faltan cinco dólares para poder alquilar los instrumentos.

—¡Oh, qué romántico! —declaró Milisent conmovida—, tu abuelo también me
cantaba al pie de la ventana cuando éramos jóvenes. ¿Y quién es el afortunado…?

Zee no dejó que su abuela terminara la pregunta. Rápidamente le dio un beso en
la mejilla agradeciéndole su aportación y se despidió mientras salía por la puerta:
—¡Ya lo verás, abuelita!

En cuanto Milisent vio cómo los ojos de su nieto brillaban emocionados y una sonrisa ladina cruzaba su rosto mientras se despedía, supo que no era nada bueno lo que tenía planeado para ese día, y que, sin duda, el vecino andaba implicado en ello. Ojalá se equivocase, pero conocía demasiado bien a su nieto y esos
ojos que le delataban cuándo estaba planeando una de las suyas.

La tarde transcurrió plácida, sin que ocurriera nada, por lo que Milisent se preguntó si por primera vez en años se habría equivocado con su nieto. Pero después de cenar Zee corrió a su habitación con teléfono en mano y allí se encerró durante un buen rato.

Milisent comenzó a sospechar, y sus sospechas se vieron confirmadas cuando minutos después apareció ante la puerta de su casa un grupo de cinco niños vestidos con vaqueros raídos, camisetas de calaveras y cadenas por todas partes. Uno de ellos, el que menos cadenas llevaba, preguntó amablemente:
—¿Está Zee?

A la abuela no le dio tiempo a contestar cuando apareció su nieto corriendo como un torbellino y vestido como los demás.

—¿Está todo preparado? —quiso saber mientras salía por la puerta hacia el jardín
del vecino.

—¡Todo listo! —contestó uno de ellos.

—Bien, ¡que empiece el espectáculo! —gritó Zee animando a sus amigos. Milisent, resignada a las correrías de su nieto, se sentó en la vieja silla del porche con una limonada a la espera de que comenzara la función.

En el jardín trasero de la señora Perdpiriyawong, en el silencio de la noche, habían sido montadas una batería, dos guitarras eléctricas con amplificador, un bajo, una pandereta y un micrófono.

No seras mi principe azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora