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Jason

Papá también había mentido.

Pero nunca se hablaba de aquello en lo absoluto.

Ambos lo sabíamos, mamá y yo. Porque la mentira era Jenn.

Jenn no estaba bien, no era la que mejor controlaba sus emociones, ni la más fuerte con ellas, ni la que más pensaba antes de actuar. Jenn explotaba a la mínima, causaba más daño que una bomba con su alrededor, pero nunca lo notaba porque papá estaba orgulloso de ella y entonces se lo ocultaba.

Las mentiras crearon una capa en Jenn que en su tiempo a mi también me costó atravesar. Ella podía decirte que estaba bien mientras observabas su puño sangrando después de darle un puñetazo a una ventana, aún con montones de cristales encajados en su piel. Jenn siempre decía que respiraba y solo eso.

Nunca era solo eso.

A través de sus ojos podía ver lo que estaba sucediendo:

Fay estaba tirada en el suelo, luchando por respirar. Su garganta se cerraba poco a poco, dejando sus pulmones sin aire. Sus jadeos comenzaban a escucharse cada vez más guturales y cada vez más y más bajos. Sus labios se pintaban de un color azulado y mientras más pasaba el tiempo tomaban uno más violáceo. Las venas en su cuello resaltaban contra su piel clara. Sus manos se aferraban a la posibilidad de volver a tomar, aunque fuera, solo una bocanada más.

En unos minutos todo finalizaría y entonces sus bonitos ojos verdes se apagarían para siempre, producto de la alergia de la que se cuidaba a diario.

Mi hermana no parpadeaba, tenía los puños apretados y movía constantemente sus pulgares, rasguñando su piel. Si hubiésemos tenido el inyector de epinefrina, no estaba seguro de si Jenn lo usaría para salvarla.

Con Jenn no tenías nada seguro, lo único que siempre era igual es su relación conmigo. Llegó un momento en que incluso dejó de hablarle a papá, parecía que estaba perdida o desconectada del mundo, pero el momento en que nos encontrábamos ella y yo en algún lugar de casa, hablaba. Interactuaba conmigo, me contaba cosas y todo seguía igual entre ella y yo, como si no hubiera asesinado al gato de los vecinos y como si yo no lo hubiera repuesto con uno igual.

—Jenn —la llamé, en un intento de sacarla de su ensimismamiento. Ella miraba directamente al suelo, ya ni siquiera estábamos dentro de la habitación, la saqué de ahí en cuanto noté lo que sucedía—. Oye, mírame.

Eso hizo, sus ojos azules conectaron con los míos verdes. Ella tenía los de papá, yo había sacado los de mamá.

—Está muerta —murmuró para sí misma, tan atropelladamente que casi no pude entenderla.

—No lo está —le aclaré y tragué. Había descifrado bien lo que pasó por su cabeza en el momento y lo que después maquinó en un abrir y cerrar de ojos.

—Le di el cacahuate. —Pestañeó y me miró de nuevo, sus iris ya no se perdían en la nada, estaba mejor.

—No se lo diste, te detuve, ¿no te acuerdas? —Le apreté el hombro con cariño y cuando volvió a subir sus ojos a los míos le sonreí. Jenn creía haber visualizado lo que pasaría si la envenenaba, lo cual no pasó—. Fay sigue ahí dentro y escuchó todo lo que dijiste, solo eso.

Ella asintió y sobó donde le toqué. Respiró profundo y supe que ya estaba bastante mejor.

—¿Ahora qué?

Después de hablar Fay no dijo absolutamente nada, su cara incluso derrochaba aburrimiento. Si el plan había sido que después de nuestra explicación ella confesara, no sucedió así. Solo quedaba una cosa, enfrentar todo. Jenn y yo lo habíamos hecho, solo faltaba una persona.

Obsesiones pelirrojas [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora