25. Rutina.

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Cuando a las cuatro y media de la madrugada suena el tiembre de mi casa, yo ya estoy lista para salir. Ya es la quinta vez que sigo la misma rutina. Voy hasta la puerta y la abro, encontrándome con ni más ni menos que Jack Conway.

Mientras que yo voy vestida completamente de deporte, el va como siempre: vaqueros negros y camisa blanca. Hoy voy vestida con unas mallas cortas y una camiseta ajustada, ambas prendas negras y de deporte. Me pongo una sudadera antes de salir de casa porque, a pesar de ser junio, las temperaturas a las cuatro de la mañana suelen ser bajas.

No cruzamos ni una sola palabra. Nos limitamos a hacer lo mismo que llevamos haciendo cinco días. Tras bajar el ascensor y salir del portal, empezamos trotando un par de manzanas. Él va marcando el ritmo. Diez minutos después, empezamos a correr a un ritmo más aceptable. Tras veinte minutos a ese ritmo, empieza mi parte favorita: correr como si mi vida dependiera de ello. Corremos a máxima velocidad durante otros diez minutos.

Aunque Conway (y cualquiera que tenga un poco de criterio) supiera que correr deprisa no es un problema para mí, quería asegurarse de dejarlo pulido. Quiere que alcance mi máximo potencial corriendo.

Lo siguiente que hacemos es ir hasta el campo caminando. Cuando llegamos, practicamos el tiempo de reacción. Esto consiste en quedarme de rodillas en el suelo, tal y como me tendrán los delincuentes. Cuando Conway da la señal (suele estar varios minutos en silencio antes), debo ponerme en pie y salir corriendo lo más rápido posible. Convertir esa respuesta en un acto reflejo. No pasamos más de media hora practicando eso.

Luego, volvemos corriendo a máxima velocidad hasta comisaría. Cuando llegamos, necesito unos segundos para recomponerme. He corrido como una endemoniada durante media hora sin parar, creo que necesito un respiro.

—Has hecho un buen trabajo hoy —dice Conway—. Trucazo te está esperando ya en el garaje.

Y sin más, se va. Yo entro a comisaría, bebo un poco de agua y me aprieto la coleta, que empieza a notarse suelta. Ya son más de las seis. Bajo al garaje poco después, encontrándome con cierto pelinegro.

—Buenas, pituca —dice, sin muchas ganas—. Lo primero que quiero hacer hoy es ver tus habilidades de escape.

Se quita las esposas que lleva colgadas del cinturón y se acerca a mí.

—Date la vuelta —yo hago lo que me dice y noto que me pone una esposa. Luego rodea con la cadena una tubería y me pone la otra—. Vale. Y esto.

Me pone una cinta sobre los ojos. Yo respiro hondo.

—Tienes tres minutos para escapar —dice.

—Me sobran dos —murmuro. Tengo cierta práctica en cuanto a escape.

Lo primero que hago es recorrer una de las esposas con la mano contraria. Una vez hecho eso, me agarro uno de mis pulgares y lo tuerzo hasta dislocarlo por completo. De esta forma consigo sacar la mano. Antes de quitarme la venda de los ojos, recoloco mi dedo en su lugar.

Aunque este método duele, es solo durante los segundos en que el dedo está fuera de su sitio. En cuanto vuelve a su lugar, siento un alivio inmediato.

Me quito la venda y me pongo de pie. Lo veo asintiendo con aprobación.

—Podría complicarlo más, pero no creo que ellos vayan a esforzarse tanto —me dice, acercándose con la llave a quitarme la otra esposa.

—Tengo práctica en cuanto a escape. Da igual lo que lo compliques, sé soltarme —le aseguro—. ¿Qué más?

Asiente con la cabeza y deja el material que acabamos de usar en el maletero de su patrulla. Yo aprovecho para quitarme la sudadera.

A million little times [ꜰʀᴇᴅᴅʏ ᴛʀᴜᴄᴀᴢᴏ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora