30. Desesperación.

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Me despierto tumbada en el suelo. No veo nada a mi alrededor, pero sé dónde estoy. Lo sé muy bien.

Estoy en ropa interior. No tengo armas ni nada con lo que pedir ayuda. Estoy indefensa, atrapada en el mismo lugar en el que viví durante más de un año.

Por desgracia, no tardan mucho en hacer acto de presencia. La puerta se abre, y casi siento que vuelvo a mi vida hace unos años. Lo siento demasiado cotidiano. Se ve una pequeña rendija de luz antes de que la puerta vuelva a cerrarse y me deje como siempre: a oscuras.

—Buenos días, agente —dice esa maldita voz.

Quiero llorar. De pronto, no sé en qué momento, he vuelto al punto de partida. Había salido pero, de alguna manera, he encontrado el camino de vuelta a esta puta cárcel. El hombre presente en todas mis pesadillas está ahora ante mí, las frías baldosas del suelo siguen exactamente iguales. Y ahora, la maldita luz de la lámpara me está deslumbrando. Apenas necesito levantar ligeramente la mano para confirmar lo evidente: estoy encadenada.

Aún me siento bastante aturdida, y aunque me gustaría gritar un millón de faltas de respeto, no soy capaz. Quizás, en realidad, sea mejor quedarme callada. No empeorar la ya evidente amenaza.

—Te veo bien —vuelve a hablar.

Pronto noto a alguien agacharse junto a mí y desencadenar la parte metálica enganchada en la pared, manteniendo mi muñeca aún presa. No desaprovecho la oportunidad.

Empujo con todas mis fuerzas al sujeto y trato de salir corriendo. Ingenua. No hay que ser muy listo para saber que no tengo nada que hacer aquí. Mi cabeza choca contra el suelo de una forma muy dolorosa. Noto la sangre manchar mi pelo.

—Sigue siendo usted tan estúpida como de costumbre, por lo que veo —dice el hombre, al mismo tiempo que noto a alguien tirar de mi brazo con brusquedad y ponerme en pie.

No tardo en encontrarme tumbada sobre una camilla, atada de brazos y piernas, una luz apuntando directamente a mis ojos impidiéndome ver.

—Parece que ni tú ni tus amiguitos habéis entendido lo que quería decir cuando os advertí de no pasaros de la raya —dice, con desprecio—. Creo que usted, concretamente, necesita una pequeña llamada de atención.

Lo noto antes de que siquiera haga nada. Una pequeña llama se enciende a mi lado y se acerca a mi brazo. No tardo en tener la piel al rojo vivo, y a pesar de mis súplicas, no se detiene. La risa del hombre inunda la sala. Y todos los recuerdos que tengo en este lugar se avivan más que nunca.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh? —sigue riendo, y apaga el mechero—. No sabes lo que estaba deseando volver a tenerte aquí... Casi siento nostalgia.

—¿Te gusta el sufrimiento ajeno? —me río con ironía, mis ojos inundados en lágrimas—. Yo no lo llamaría nostalgia, lo llamaría psicopatía.

El hombre se ríe suavemente antes de dejar el mechero sobre una bandeja metálica y cojer otra cosa de la misma.

—Me gusta llamarlo... domesticar —le quita el capuchón al artefacto y bajo el mismo se encuentra una cuchilla—. Nunca he creído en las palabras. Creo firmemente que cuando un agente no se comporta de la forma adecuada, la mejor forma de mantenerlo a raya es mediante el dolor. Nadie aprende con una charla.

Las lágrimas vuelven a mis ojos cuando empieza a hundir la cuchilla en la piel sobre mis costillas y a deslizarla como quien pinta sobre un papel. La sangre se desliza hacia mi espalda, caliente, y yo estoy paralizada. No puedo gritar, ni hablar. Solo puedo sollozar e hiperventilar, mientras este hombre corta sobre cicatrices ya curadas.

A million little times [ꜰʀᴇᴅᴅʏ ᴛʀᴜᴄᴀᴢᴏ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora