Brittanyzas!
¡Zas!
¡Zas, zas, zas!—Me está volviendo loca, joder —me dije con voz áspera mientras mis guantes acolchados y mis pies desnudos golpeaban satisfactoriamente el pesado saco de boxeo que colgaba frente a mí.
Llevaba años perfeccionando mi destreza en MMA, pero nadie lo diría. Mi técnica daba asco en ese momento, y en realidad no estaba practicando. Había cogido los guantes y me había puesto un par de pantalones de pelea. No me había molestado en vendarme las manos. Lo único que quería realmente era desfogarme de un montón de energía sexual de la que parecía no poder librarme de otro modo. Para mí, aquello quería decir que necesitaba darle puñetazos a algo.¡Zas, zas, zas!
Llevaba quince minutos golpeando el saco con todas mis fuerzas.
Pero seguía teniendo el coño necesitado.¡Zas!
La respiración cortaba al entrar y salir de mis pulmones, y mi rostro goteaba sudor que aterrizaba en mis pechos empapado, pero aún no me había agotado. Un solo vistazo a Santana con ese vestido que decía «fóllame» me había dejado muerta.
Había faltado poco para que saliera de su habitación sin levantarle el dobladillo del vestido por encima del culo para clavarla contra la pared. Normalmente, eso era exactamente lo que haría. Pero la manera en que me sentía cuando la miraba desafiaba mi razonamiento habitual.
La deseaba, pero también sentía que la necesitaba. Experimentar emociones como esa me era ajeno, y no me gustaba. Yo follaba. Enviaba regalos bonitos. Y se acabó.
Sidney era la única mujer con la que había tenido una relación monógama en mi vida, y mira la mierda que había resultado ser. No volví a darle exclusividad a nadie, ni antes ni después de mi experiencia con la novia del demonio.
Por extraño que parezca, nunca había sido posesiva ni con Sidney ni con ninguna otra mujer. Creía que no lo llevaba en los genes. La única razón por la que había aceptado la exclusividad con Sidney era porque ella lo había querido, y por aquel entonces yo era bastante ambivalente. No había nadie más con quien quisiera follar, y me parecía bien que ella fuera la única. Una pena que ella no sintiera lo mismo, a pesar de haber sido ella la que insistió en ser la única chica para mí.
Ahora, no solo quería follar a Santana hasta que no pudiera andar, sino que además estaba ávida de ella, posesiva por primera vez en mi vida.
—¡Dios! ¡Soy patética!
gruñí lanzando puñetazos y patadas aleatorios al saco que había frente a mí, respirando con fuerza cuando por fin paré.
Desenvainándome los guantes mientras me dirigía a la ducha del gimnasio de mi casa, sabía que Santana probablemente estuviera lista y esperándome arriba para que la llevara a la tienda.
Me sentía sólo un poco mejor al vestirme después de tocarme en la ducha hasta el orgasmo fantaseando que hacía correrse a Santana de formas variadas.
«¿Qué cojones me está pasando?». Podía llamar a cualquier mujer, pero no era eso lo que quería, y no iba a satisfacerme más de lo que ya lo había hecho mi propia mano. Subí las escaleras con unos vaqueros y una sudadera, casi segura de que estaba perdiendo la cabeza por completo.
Ver a Santana comprando ataviada con unos vaqueros de pitillo y un suéter, que obviamente formaban parte de su nuevo armario, a juzgar por la etiqueta de marca en el bolsillo trasero del pantalón, fue una experiencia casi sensual.
Se aferraba a la comida con reverencia, como si fuera un bien precioso. Cuando acarició el condenado pavo como si fuera una especie de gran premio, quise correrme justo allí, en el puto pasillo del supermercado.
—¿Es ese?
pregunté impaciente, ansiosa por alejarla de los pavos.
Ella suspiró, y quise absorber el sonido de satisfacción poniendo mi boca sobre la suya.
—Creo que servirá. Solo somos nosotras dos. Comeremos sobras durante días, incluso con este.
Levantó lo que me pareció un pájaro enorme, aunque no es como si supiera nada acerca de la manera de encontrar el pavo adecuado para Acción de Gracias. A ella se le veía feliz, y tan condenadamente guapa llevando a cabo una tarea tan corriente que quise embotellar su entusiasmo para después emborracharme de él.
Di un paso adelante e intenté coger el pesado artículo, pero se negó. Hice un gesto para que se diera prisa y lo echara al carro.
—Mételo en el carro. —«Y sácame de aquí ahora mismo, joder».
Santana no lo echó al carro. Lo puso en el fondo con cuidado, moviendo los otros artículos para hacer sitio. Después le dio una palmadita al ave rolliza.
—Creo que eso es todo. Deberíamos haber terminado. Tus armarios están bien surtidos. Lo único que no tenías eran unas cuantas cosas que necesitábamos para una cena de Acción de Gracias.
Yo no cocinaba. Mis empleados lo sabían. Casi todas mis cenas eran por encargo o fáciles de recalentar. Hasta que conocí a Santana, nunca me había preguntado siquiera quién me hacía la compra ni cómo, justo lo que quería aparecía como por arte de magia en mis armarios. Estaba lo bastante cerca de ella como para oler su aroma delicado y embriagador. Cuando me miró y sonrió, decidí que quería hacer feliz a esa mujer sin importar lo que tuviera que hacer.
«Mía».
Sentí la palabra en lo más profundo de mis entrañas. Santana no lo sabía todavía, pero me pertenecía. Al menos durante un tiempo.
—¿Santana?
Llamó una voz de mujer desde el final del pasillo. Vi a Santana volverse mientras una sonrisa aún más grande invadía su rostro.
—¡Mercedes! —Corrió a encontrarse con la mujer a mitad de camino; las dos colisionaron en una maraña incómoda de brazos mientras se abrazaban felices.
—¿Dónde has estado? Me quedé muy preocupada cuando no pude ponerme en contacto contigo.
La voz de la mujer bajó después de ese comentario, y me acerqué casualmente dando unos pasos para escuchar su conversación.
Mercedes, fuera quien fuera esa persona para Santana, era absolutamente imponente. Era un poco más alta y robusta que Santana, pero más o menos de la misma edad. Santana se volvió para presentarme a su amiga.
—Mercedes, ésta es Brittany Pierce, mi… —parecía estar buscando las palabras.
—Su prometida —terminé yo, sonriendo a la guapa mujer morena que estaba junto a Santana.
No iba a permitir ni de coña que ninguna de las amigas de Santana supiera la verdad. Joder, si ni mi hermano iba a saberlo.
—Brittany, ésta es mi amiga, Mercedes Jones. Nos perdimos la pista durante un tiempo. Se fugó después de casarse.
Mercedes le dio un puñetazo juguetón en el brazo a Santana.
—No me fugué. Te mudaste y no lo sabía. —Extendió la mano—. Encantada de conocerte. He oído hablar mucho de ti en los medios.
La mujer tenía un apretón de manos fuerte y con confianza, y me miró directamente a los ojos. Me gustaba eso. No era ninguna sorpresa que supiera de mí. Parecía que yo era el blanco preferido de todo el mundo para las columnas y las revistas de cotilleos. Odiaba saber que el nombre de los Pierce era infame, y que gente a la que no conocía sabía mi nombre y seleccionaba información que yo elegía dar a conocer. Esa parte de ser rica nunca había dejado de molestarme. Prefería que mi vida privada siguiera siendo privada, pero eso no iba a suceder. Era algo que había aceptado con el paso de los años como una de las desventajas de tener mucho dinero. No tenía opción. Nací con la proverbial cuchara de plata en la boca, y al dejarme el culo trabajando, mi fortuna sólo crecía.
—El placer es mío. —Puse una sonrisa encantadora en mi cara.
Dando un paso atrás, Mercedes preguntó:
—¿Cuánto tiempo lleván juntas?
Al ver su mirada discreta al dedo anular de Santana, supe que esa situación había que rectificarla cuanto antes. Necesitaba un anillo.
—Llevamos… años conectadas —dijo Santana con cuidado—. Pero acabamos de comprometernos. Ni siquiera hemos tenido tiempo de comprar un anillo.
Santana era buena, tan buena que casi la creí hasta yo. Podía decir toda la verdad, pero haciéndola vaga sin que nadie sospechara que había más de lo que decía.
«¿Llevamos… años conectadas? Técnicamente es mi hermanastra, así que supongo que es verdad».
El sentimiento de culpa me golpeó por las terribles circunstancias que había sufrido Santana. Sí, tal vez yo no hubiera sabido que tenía una hermanastra, pero nunca se me ocurrió preguntar. Hasta donde yo tenía entendido, mis hermanos tampoco tenían ni idea de que Santana existía. Mi padre tenía hijos mayores, y la madre de Santana no era mucho más joven que mi padre. Tenía sentido que hubiera tenido una hija… ahora.
Extendí el brazo y agarré la mano de Santana sólo para descubrir que sus dedos estaban como témpanos.
—¿Tienes frío? —pregunté.
Ella me apretó la mano.
—No. Estoy bien.
Me parecía natural mantenerla a mi lado. No averigüé mucho más sobre Santana, pero durante la conversación descubrí que Mercedes estaba casada con un hombre al que yo conocía y admiraba, un rico genio de la tecnología.
Mercedes volvió a abrazar a Santana.
—Por favor, no perdamos el contacto. Te he echado de menos y me preguntaba qué tal habían salido tus planes de formación.
Me pregunté qué había estado planeando Santana, pero no pregunté. De alguna manera, sentía que estaba incómoda hablando de ello con Mercedes. Agachó la cabeza y ya no miraba a su amiga a los ojos. Su lenguaje corporal gritaba que se sentía angustiada.
—¿Tienes teléfono móvil? —le pregunté a Mercedes, cambiando el tema de conversación.
Era fácil de suponer, por la mirada en los ojos de Santana, que ella también había echado de menos a Mercedes, pero que simplemente no quería hablar de los planes que tuviera en ese preciso instante.
Mercedes rebuscó en el bolso y sacó su teléfono.
—Te apuntaré el número nuevo de Santana.
Yo ya me lo sabía de memoria, cosa que era a la vez patética y normal en mí. Por naturaleza, era buena con los números, y tenía una memoria perfecta si los números eran lo bastante importantes como para recordarlos. El hecho de que mi cerebro hubiera memorizado de manera subconsciente el número del móvil que le había comprado a Santana era bastante triste. Había muy pocos números que yo considerara importantes, y todos ellos ya estaban grabados en mi teléfono, incluido el suyo. Lo había apuntado tan pronto como compré el teléfono y lo configuré. Resultaba extraño que, por alguna razón, hubiera pensado que el número era lo bastante importante como para ocupar sitio en mi cabeza, ya de por sí abarrotada.
Le devolví el móvil a Mercedes después de apuntarle el número de Santana. Las mujeres volvieron a abrazarse, con la promesa de que se llamarían para ponerse al día.
—Era importante para ti. Todavía lo es —adiviné mientras caminábamos hacia la caja.
—Sí. —El tono de Santana era reservado.
—¿Una amiga? Parece más mayor que tú.
—Era profesora asistente en mi instituto. Supongo que probablemente sea profesora ahora. Estaba terminando el máster de Educación cuando nos conocimos.
Hizo una pausa antes de preguntarme
—: ¿Desde cuándo tengo teléfono móvil?
Ignoré su pregunta. Le había comprado bastantes cosas que aún no había visto.
—¿Cómo terminó casándose con Jones? —Una profesora asistente y un mogol de la tecnología era una combinación interesante.
Santana se encogió de hombros.
—Ya estaba saliendo con él cuando la conocí, así que no estoy segura de cómo se conocieron. Pero se la ve contenta.
—Bueno, y ¿cuáles eran tus planes? —En realidad, aquello me hacía sentir más curiosidad, y alcé una ceja en dirección a Santana después de descargar la compra en la cinta de caja. Ella estaba silenciosa.
—A veces los planes no salen bien —respondió bruscamente.
Algo andaba mal; podía sentirlo y reconocí el hilo de tristeza en su voz, mezclado con su actitud defensiva.
—Me lo contarás cuando lleguemos a casa.
Se lo sonsacaría de alguna manera. Borraría todas las sombras de su pasado porque me irritaban. Santana era el tipo de mujer que estaba hecha para ser feliz por naturaleza, pero de algún modo le habían robado la oportunidad.
«La jodió una madre egoísta a la que no le importaba una mierda».
Cuanto más pensaba en ello, más me cabreaba. Mi padre tenía expectativas para todos sus hijos. Era un hombre de negocios espabilado, y era formidable, pero no era del tipo que no aceptaría a una hija nueva si la madre de Santana hubiera decidido traerla a la familia.
Santana estaba callada cuando salimos de la tienda, y eso me molestó aún más. Tenía que saber por qué su madre la había dejado olvidada cuando se marchó a Texas para casarse con mi padre. Joder, obviamente ni siquiera se había quedado para la graduación del instituto de Santana. ¿Qué clase de progenitor era esa?
Ver su apartamento y cómo había vivido Santana me dio dolor de estómago. De acuerdo, no sabía casi nada de Karen López, pero iba a poner empeño en averiguarlo.
El control era algo que valoraba, y lentamente lo estaba perdiendo por completo en lo que respectaba a Santana. Necesitaba averiguar qué iba mal para poder arreglarlo. Codiciaba su completa atención para cuando me la follara.
No quería gratitud. No quería que se sintiera como si me debiera algo. Todo lo que quería era su placer, y esos momentos de clímax me pertenecerían a mí y solo a mí.
Si aquello me convertía en una cabrona egoísta, no me importaba, pero la haría mía. No dudaba que ganaría. Siempre lo hago.