9- Hanahaki

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El sol se filtraba a través de las hojas de los árboles, creando un juego de luces y sombras en el suelo del bosque donde Missa solía pasear. Era un lugar que siempre había amado, un refugio donde podía perderse en sus pensamientos y dejar que la naturaleza lo envolviera. Sin embargo, en los últimos meses, esos paseos se habían vuelto más pesados, cada paso parecía llevar consigo el peso de un secreto que lo consumía poco a poco.

Missa había comenzado a sentir los primeros síntomas de la enfermedad del hanahaki. Al principio, pensó que era solo un resfriado pasajero, una tos ligera que podría desaparecer con el tiempo. Pero pronto, cada vez que pensaba en Philza, su corazón se llenaba de una tristeza tan profunda que le resultaba difícil respirar. Era una tristeza que se manifestaba físicamente, como si su cuerpo estuviera intentando liberar todo el amor no correspondido que lo atormentaba.

Una tarde, mientras se sentaba en su rincón favorito del bosque, sintió la oleada familiar de dolor en su pecho. Se llevó una mano al corazón, y antes de que pudiera reaccionar, comenzó a toser. Con cada espasmo, pequeños pétalos de flores comenzaron a salir de su boca. Eran rosas blancas, delicadas y hermosas, pero al mismo tiempo representaban todo lo que no podía tener: el amor de Philza.

Missa miró los pétalos caer al suelo, sintiéndose atrapado entre la belleza y la tristeza. Sabía que su amor por Philza era profundo y sincero, pero también sabía que era un amor que nunca sería correspondido. Philza siempre había sido amable con él, pero el vínculo que compartían era más parecido a una amistad que a algo romántico. Y eso le desgarraba el alma.

Con cada día que pasaba, la tos se volvía más frecuente y los pétalos más abundantes. Se encontró atrapado en un ciclo de dolor y anhelo. Intentó ocultar su sufrimiento, sonriendo para disimular lo que realmente sentía. Pero cada vez que veía a Philza reír o sonreír por alguien más, su corazón se rompía un poco más.

Una noche, mientras la luna iluminaba el bosque con su luz plateada, Missa decidió que ya no podía seguir así. Sabía que debía hablar con Philza sobre lo que sentía, aunque temía que eso significara perder su amistad. Con el corazón latiendo fuertemente en su pecho, se dirigió hacia la cabaña donde vivía su amigo.

Cuando llegó, encontró a Philza sentado junto a la chimenea, perdido en sus pensamientos. Missa se acercó lentamente, sintiendo el nudo en su garganta. —Philza,— comenzó con voz temblorosa, —hay algo que necesito decirte.—

Philza levantó la vista, su expresión cambió de sorpresa a preocupación al notar la seriedad en el rostro de Missa.

—¿Qué sucede? Te ves pálido.—

Missa tomó aire profundamente, sintiendo cómo los pétalos volvían a acumularse en su pecho. —He estado enfermo,— confesó. —Y no es una enfermedad común. Se llama hanahaki... y estoy sufriendo porque te amo.—

Las palabras salieron como un susurro entrecortado, y en ese momento, Missa sintió cómo los pétalos empezaban a salir de nuevo. Sin poder evitarlo, tosió con fuerza y dejó caer un puñado de rosas blancas sobre el suelo de la cabaña.

Philza se quedó paralizado por un instante, mirando los pétalos con incredulidad antes de fijar su mirada en Missa. —¿Por qué no me lo dijiste antes?— preguntó con voz suave pero firme.

—Tenía miedo,— respondió Missa, las lágrimas brotando de sus ojos. —Tenía miedo de perderte.—

Philza se acercó y tomó las manos de Missa entre las suyas. —No tienes que tener miedo de mí,— dijo con sinceridad. —Siempre estaré aquí para ti. No puedo corresponder a tus sentimientos de la manera en que deseas, pero eso no significa que no valore nuestra amistad.—

El corazón de Missa se hundió al escuchar esas palabras. Aunque sabía que Philza no podía amarlo como él deseaba, también entendió que el amor no correspondido no significaba que su conexión fuera menos valiosa.

A partir de esa noche, Missa comenzó a aceptar su situación. Aunque los pétalos seguían saliendo de su boca en momentos de tristeza, aprendió a verlos como un símbolo de su amor sincero. Se dio cuenta de que el amor verdadero no siempre se traduce en reciprocidad; a veces es simplemente apreciar la belleza del otro sin esperar nada a cambio.

Con el tiempo, los síntomas del hanahaki comenzaron a disminuir. Missa encontró consuelo en su amistad con Philza y aprendió a canalizar su amor hacia otros aspectos de su vida: la naturaleza, la música y las relaciones con quienes lo rodeaban.

Aunque las rosas blancas seguían apareciendo de vez en cuando, ya no eran una carga; eran un recordatorio del amor que había florecido en su corazón y de la amistad inquebrantable que había encontrado en Philza. En lugar de llorar por lo que no podía tener, decidió celebrar lo que sí tenía: un amor puro y verdadero en su forma más noble.

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