Capítulo 9

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-¡Es la última, Granny! -Jimin arrojó la última col de la
zanja al cesto y enderezó su dolorida espalda. Se apoyó en la pala y con una mano enguantada se apartó un mechón de pelo de la cara. Era un día soleado y, pese al frío, Jimin había sudado de lo lindo recogiendo las coles de Granny Spruel de la zanja cubierta de paja donde habían estado guardadas durante el otoño. En su frente, el
fango del guante se mezclaba con el rocío y le corría por la mejilla,
pero él no se daba cuenta.

—Eh, muchacho, tienes un gran corazón —dijo la anciana—.
Con los chicos en la guerra, en estos tiempos no hay nadie que teeche una mano.

—¿Hay noticias de tus nietos? —Jimin alzó el cesto y empezó a recorrer el sendero que llevaba desde el huerto hasta la puerta
de la cocina.

—Nada desde antes de Navidad. Granny Spruel siguió a Jimin—
Déjalas en la despensa, querido. Un hombre que pasaba por
aquí dijo que había visto a Jeremiah en algún lugar de Cornwall. Explicó que el combate era atroz. Pero que cuando lo dejó, Jeremiah aún seguía en pie.

—Dicen que a los realistas ya no les quedan apoyos en Cornwall —señaló Jimin al volver de la despensa—. Prácticamente se han rendido rendido. Estoy seguro de que pronto volverás a ver a tus nietos.

—Sí, sólo podemos tener esperanza y rezar, querido. Tomarás un trozo de tarta de frutas, ¿verdad?¿Y un vaso de sidra? —Granny Spruel se apresuró al aparador y alzó la tapa de una vasija de barro. Sacó una tarta envuelta en un paño y cortó un trozo grande—. Sírvete la sidra tú misma, cariño.

Así lo hizo Jimin, y tomó el pedazo de pastel. Sabía que, aunque que Granny y las demás mujeres del pueblo, vacío de hombres, agradecían su ayuda física, su compañía resultaba igual de importante para aquellas ancianas, pues anhelaban un poco de charla en aquellos días largos y solitarios. Las mujeres más jóvenes no tenían tiempo para el palique ( conversación de poca importancia), a cargo como estaban de niños y del trabajo de la casa, el huerto y la granja. Durante aquellos meses de guerra civil, los ancianos sufrían un desacostumbrado aislamiento de aquella compacta comunidad campesina.

El carillón de la iglesia hizo que Jimin se pusiera en pie con un grito angustiado.

—¡No serán ya las once y media!

—Oh, pues sí. El viejo carillón no se retrasa nunca —dijo Granny como si eso fuera algo consolador—. Pensamos que después de casarte, no tendrías tiempo para ayudar a los viejos. —Granny parloteaba mientras acompañaba a Jimin hasta la puerta del huerto—. Creíamos que te convertirías en todo un señor. —Sofocó una risita como si hubiera dicho un disparate.

—Habrá tiempo para ello
—replicó Jimin con una mueca socarrona. Abrió la puerta y alzó la mano para despedirse—.
No va a cambiar nada, Granny. Soy el mismo de siempre.

Por alguna razón, su afirmación hizo que Granny Spruel se echara a reír, su curtido rostro se arrugó como una manzana pasada.

—Sí, ya pensaremos en ello, querido —señaló, y sin dejar de reír entre dientes entró de nuevo en la casa.

Jimin corrió calle abajo, sujetándose el abrigo para protegerlo del barro; aunque ya era demasiado tarde, pensó con tristeza. El dobladillo de su abrigo de paño oscuro, y las otrora blancas calcetas, estaban cubiertos por una gruesa capa del fango procedente de la zanja del huerto de Granny Spruel. Jungkook le había dicho que quería comer al mediodía, y la falta de puntualidad de Jimin siempre provocaba algún comentario sarcástico de su marido. No tendría tiempo ni siquiera de ponerse ropa limpia. De todos modos, ¿era eso una novedad?

Mientras se acercaba al terreno comunal del pueblo vio reunido
en torno al cepo a un pequeño grupo de personas, del que sobresalía la inconfundible figura de Jeon Jungkook marqués de Granville en su corcel bayo.

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