Capítulo 35

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Tan pronto hubieran atado a Meg por las muñecas y los tobillos la arrojarían a las heladas aguas del río. Si ella aguantaba la respiración y salía otra vez a la superficie dando la impresión de que flotaba, entonces la quemarían por bruja. No había salvación posible, salvo si se producía un milagro. Y mientras
hubiera tiempo, cabía la posibilidad del milagro.

—Sí, tiene razón —terció Bill Watson, despacio—. Hemos de
hacerlo conforme a la ley y la costumbre. Si no, no estaría bien.

Se oyó un rumor de coincidencia, y el perseguidor de brujas,
tras unos instantes en que pareció evaluar el estado de ánimo de la multitud, dijo:

—A mí me da lo mismo. Tengo olfato para las brujas, pero si
quieren pruebas las tendrán. Traiganlos.

Caminó a zancadas entre la muchedumbre, que se abrió ante su bastón como las aguas del mar Rojo ante Moisés. Los demás se echaron sobre Jimin y Meg y los condujeron tras la alta figura del perseguidor.

Jimin iba dando traspiés, pensando no en su infortunio sino en el de Meg, que tenía la cara arañada y amoratada. Llevaba el vestido hecho jirones y un pecho al aire, pero su expresión era porfiadamente resuelta. No mostraría ante la chusma el menor asomo de miedo.

En el altillo, Olivia miraba por la pequeña ventana redonda a la
comitiva que se alejaba. Tuvo ganas de saltar y casi cayó por la escalera a la cocina. Vio el trinchante de Meg sobre la tabla de cortar el pan y lo tomó. No sabía qué podría hacer con él, pero el mero hecho de tener un arma le hacía sentir mejor.

Se cubrió la cabeza con la capucha de la capa, ocultando el rostro, y salió tras la multitud atravesando el bosque que corría paralelo al camino hasta alcanzar a los rezagados. En su acalorada agitación, éstos no prestaron atención a la reciến llegada, totalmente cubierta, que se deslizaba entre ellos.

***

Llevaron a Meg y Jimin con cruel regocijo hasta el pueblo y el prado comunal, donde se encontraban la picota y la estaca de las flagelaciones.

—¿Dónde está el alguacil? —preguntó Jimin en un último intento de evitar aquel horror—. No pueden hacer esto sin el alguacil.

Hubo un momento de duda.

—Y tampoco pueden hacerlo sin la presencia del juez de paz
—prosiguió con el ímpetu de una posición dominante—. Envíen
por el juez.

—El juez no tiene potestad en cuestiones de brujería —dijo el
perseguidor de brujas con tono estentóreo—. Desnúdenla y átenla a la estaca.

Se acercó a Meg y se disponía a arrancarle el cuello del ya rasgado vestido cuando lanzó un grito de júbilo.

—¡Ajá! Lleva colgado un diente de serpiente. —Agarró el fino
hilo del que pendía el diente que Jimin le había sacado y se lo
arrancó con brusquedad. Lo sostuvo en alto frente al gentío—. Miren, el diente de la serpiente.

—¡No sea ridículo! —chilló Jimin —. Esa muela era suya.
Yo mismo se la saqué.

—Corresponde a un brujo defender a otra bruja —proclamó el perseguidor con aire triunfal.

El rumor de la multitud alcanzó su máxima intensidad, y Jimin
notó que empezaba a sentirse abrumado por un pavor que hasta ese momento había logrado mantener a raya.

Dos hombres se abalanzaron sobre Meg y la ataron a la estaca
de los azotes. Jimin cerró los ojos sumido en la desesperación. En
cuanto el perseguidor de brujas comenzara a hurgar en la desnuda carne de Meg con sus largas agujas, buscando la marca del demonio, la encontraría. No dejaría intacto un solo centímetro de su piel, pincharía hasta en las zonas más íntimas. Agujerearía la menor imperfección, y de todas saldría sangre hasta que, al final, una no sangrara. El perseguidor de brujas aseguraría entonces que había encontrado a la culpable, pero antes desarrollaría ante el público una buena exhibición.

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