Capítulo 2

11 5 0
                                    


Me echo la mochila al hombro, me despido de la señora Hazel y cruzo las puertas de cristal de la consulta.

Si te gustan los cambios de estación como a mí, más vale que reces al dios en el que creas para no acabar nunca atrapado en un bucle temporal. Si te encantan los muñecos de nieve y el crujido de las hojas secas bajo los pies, salir de la consulta, en la que hay aire acondicionado, y soportar los mismos treinta y cinco grados de calor húmedo a diario de regreso a casa es lo puñetero peor. Como siempre, una manzana después, estoy empapado en sudor.

Cuando vuelves a vivir el mismo día una y otra vez empiezas a fijarte en los detalles cotidianos que, en circunstancias normales, te pasarían completamente desapercibidos. Como la pelea entre ardillas en la esquina de la calle Octava con la Norte; el yorkshire que me ladra tres veces desde la ventana de su casa, hace una pausa y suelta un cuarto ladrido; la rama de un viejo árbol que cruje con la brisa cuando pasas por debajo.

Vale, soy consciente de que los perritos adorables y los árboles que tiemblan con el viento son bonitos de por sí, pero ¿después de haber experimentado exactamente lo mismo de forma idéntica más de trescientas veces, como me ha pasado a mí? Pues ya no tanto. El día 309, en el que estoy ahora, la pelea de las ardillas, los cuatro ladridos del terrier y los crujidos del arce han perdido todo su encanto. Su previsibilidad está devorando mi cordura y me da pánico enfrentarme a cada uno de los momentos inevitables que me recuerdan que jamás llegará el mañana.

Podría cambiar de ruta de vez en cuando; lo sé.

Seguramente así evitaría un poco lo predecible que es el día. Ir a la izquierda por la calle Norte para evitar la pelea de las ardillas solo haría que perdiera un minuto en el trayecto (¿y qué más da un minuto en mi vida, en todo caso?), y cruzar el parque para evitar los ladridos del temible terrier compensaría las manchas de hierba temporales de los zapatos.

Pero, aunque no sepa la mitad de lo que me pasa, la señora Hazel no se equivocaba cuando dijo que mi zona de confort se había vuelto cada vez más pequeña, y se ha reducido todavía más desde que me quedé atrapado en el 19 de septiembre. Por mucho que odie la inevitabilidad cotidiana, me abruma la idea de hacer algo nuevo.

Sé que esto no tendrá mucho sentido para alguien que nunca haya estado atrapado en un bucle temporal. Al fin y al cabo, estoy metido en una burbuja donde no hay ningún riesgo ni consecuencias duraderas. ¿De qué tener miedo? Me encantaría que funcionara así, pero aún me cuesta olvidar las cosas terribles que presencié los primeros días, cuando me aparté de la ruta.

Como el accidente de coche que vi en directo en el viaje improvisado a Wisconsin o los cachorros aterrorizados del refugio de Rosedore, donde me acerqué por impulso. Y aquel anciano, solo, sentado en un banco del parque, al que se le caían las lágrimas por las mejillas sin emitir un sonido. Detesto pensar que está ahí todos y cada uno de mis días, reviviendo todo el dolor que le hacía llorar, igual que los perritos enjaulados seguirán estándolo siempre y los pasajeros del coche siempre chocarán. Puede que, de estar en mi situación, la gente deseara vivir aventuras al margen de lo conocido, pero yo lo único que veo es la posibilidad de que se me graben en la mente más desgracias del día de hoy.

Así que sigo el mismo camino que me lleva hasta la puerta del nuevo —⁠pero viejo⁠— apartamento de mamá. Como siempre, apesta a pizza y cigarrillos rancios (gracias, antiguos inquilinos).

En la televisión sale la jueza Judy gritándole a un tipo por no haber pagado las multas de aparcamiento.

Todas nuestras paredes de color beis están desnudas y se ve la pintura desconchada. Hay cajas de cartón medio vacías esparcidas sobre la alfombra verde menta, que, según dice mamá, tiene más años que ella. Dentro siguen los trastos a los que no les hemos encontrado sitio. Por ejemplo, están los viejos trajes de gimnasia rítmica de mi hermana pequeña Blair, que todo lo que tocan lo llenan de purpurina dorada, y la bolsa gigante llena de clips que mamá se niega a tirar, aunque jamás los vaya a usar para nada.

Drops of Time TogetherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora