Capítulo 17

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Me hago una nueva rutina para cada repetición. Me despierto, desayuno, me visto mientras oigo a The Wrinkles y me planto en los cines Splendid pocos minutos después de la apertura. Emery está en el mostrador con la actitud tozuda de un cachorrito de labrador: auriculares puestos, papeles en las manos y ansioso por la audición.

Repasamos sus líneas, pero también hablamos de un montón de cosas. Me da consejos para superar la falta de motivación del último curso del instituto (si supiera lo que es sufrirla en un bucle temporal...), y yo le sugiero algunas recetas infalibles para probar en la cocina. Le cuento que mis padres se están divorciando, que nunca he tenido novio y que mi hermana pequeña me saca de quicio —⁠y que daría la vida por ella⁠—. Me entero de que es el mediano de cinco hermanos, un ladrón de palomitas que se las lleva a puñados en todos los turnos (aunque vaya contra las normas del cine), y de que está enamorado de una chica y no está muy seguro de que ella sienta lo mismo por él.

—Emery —⁠le digo, sonriendo⁠—. Pídele salir y ya está.

Se ríe mientras menea la cabeza, con las mejillas ardiendo.

Ya sean audiciones o confesiones de amor, acabo deduciendo que tiende a posponer las cosas que le intimidan.

Cuando nos separamos, la conversación termina de la misma forma que antes: me pide que vaya con él a las clases de interpretación —⁠oferta que acepto encantado⁠— antes de salir por la puerta.

Entonces voy a ver a Otto.

Otto cree que hoy es la primera vez que me desenvuelvo en la pastelería, lo que explica su sorpresa ante lo competente que soy detrás del mostrador. Cada vez lidio más rápido con el ajetreo diario de la tarde, armado con mi bloc de notas adhesivas y mi bolígrafo. Sospecha algo de mí el día 337, cuando me pilla anotando el pedido de una mujer antes de que abra la boca (tres cafés solos y una docena de dónuts azules), pero me temo que está demasiado ocupado como para pensar en mis supuestos poderes mentales.

Cuanto más tiempo paso con Otto, más percibo la tristeza oculta que se cuece a fuego lento bajo la superficie. Puede que parezca radiante para los clientes que no le conocen, pero cada tarde del bucle me resulta más evidente su melancolía. Todos los días me aseguro de darle like a su post de Instagram sobre el cumpleaños de Ben y me sumo a los comentarios con hileras de corazones azules. Aunque siempre pienso mencionarle algo a Otto sobre el día de hoy, acabo echándome atrás. No sé cómo le sentaría al ser nuestro primer encuentro. Llego a la conclusión de que siempre va a ser un día duro, le comente algo o no, pero al menos puedo ayudarle a sobrellevar el ajetreo de la tarde.

Después, finalmente, voy a ver a Dee.

Ganarme su confianza es lo más difícil del día, como es fácil de adivinar, porque no es sencillo convencer a alguien alterado de que revele un embarazoso secreto. De hecho, no he conseguido sonsacárselo. Ni una sola vez.

Algunos días, meto la pata incluso antes de llegar a la cafetería, como el día 331. Menciono estúpidamente la llamada que está esperando de una amiga que viene a recogerla cuando estamos justo en la puerta del Aragon. Huelga decir que ese día no terminó bien.

⁠—¿Y tú cómo coño sabes eso? —⁠jadea Dee, señalándome con un dedo rígido mientras recula lentamente⁠—. Aléjate-de-mí.

Así que lo hago.

El día 340 le propongo ir a por BLT y batidos en la cafetería antes de que ella se ofrezca a llevarme, y eso hace que le salten todas las alarmas.

⁠—¿Es que me has estado espiando cuando salgo del trabajo? —⁠me espeta, repugnada⁠—. Que te quede muy claro: preferiría comer un sándwich relleno de cucarachas que beber un batido contigo, imbécil.

Drops of Time TogetherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora