El primer contacto con las aguas ecuatoriales

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A pesar de que han transcurrido muchos años desde que sucedió lo que hoy voy a relatar, sin embargo aquellos acontecimientos descansan en el profundo océano de mis recuerdos. He de dejar claro a priori que no las viví en primera persona, ¡pena de mí! Pero, el privilegio de ser una de las que han sido testigos de escuchar estas narraciones antes de que perecieran con sus autores, me acompaña y me llena de alegría.
Y ahora, cuando me dispongo a poner por escrito las memorias de estos sucesos me asalta la duda: ¿Cómo empiezo esta historia que me gustaría describir con los vocablos adecuados según mi juicio? Sólo me resta decir el comienzo. Aunque, pensándolo bien, la elección es sencilla…
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Sobre las profundas aguas del Atlántico navegaba “El Trasmediterráneo”, un buque que procedía de las inmensas tierras ibéricas, nuestra metrópolis, España, rumbo a hacia el nuevo diamante en bruto cuya ubicación bañaban las aguas del Golfo de Guinea, La Guinea Española. Dicho barco, llegaría primero a la hermosa isla volcánica de Santa Isabel, y al siguiente día se dirigiría a la costa de Río Muni o clásicamente la región entre el río Ntem, al noroeste, y el río Wele, al sudoeste. Llevaba a bordo todo tipo de cargamento, viajeros de diferentes procedencias, la gran mayoría españoles, que retornaban a su habitual vida y que, en cambio, otros experimentaban por vez primera la experiencia de estar en Guinea Ecuatorial. Muchas eran sus ambiciones, pero el objetivo principal era, sin duda, disfrutar de lo que muchos periódicos ya habían pregonado: la belleza de esas tierras, sus hermosos paisajes silvestres todavía por explorar, una tierra que emana a sus pies plátanos, cacao, café, caña de azúcar y agua dulce. La Guinea plagada de muchas especies desconocidas en otras partes, costas de arena blanca, llanuras que duermen a la espera del murmullo de su tímido viento, a veces tenaz. “La Guinea que, parece vivir eternamente en una extraña combinación entre nuestro verano y primavera […] ¡nos encanta!”, dicen en el periódico “La Guinea Española”. 
Y para lo que a muchos esta travesía significaría la vuelta, un nuevo resurgir, etc. para un joven pionero llamado Juan Raúl, conocido entre sus amistades como “Jota”, constituía el inicio de una cárcel de la que no veía fecha de salida. ¿Curioso no?
De manera que, permitidme hablar un poco sobre él y tal vez podamos entender por qué le aguijonaba este sentimiento. Jota es el hijo menor de una familia española de la provincia de Aragón, los Vázquez, cuyo padre posee tierras en Guinea Ecuatorial desde que se convirtió en colonia española. Un joven con un espíritu inquieto, pueda que sea porque se dedicara al arte, afición que cultivaba prácticamente desde que era un adolescente. Cuando acabó la escuela superior Jota fue enviado por su padre a Inglaterra, a la Universidad de Oxford para que estudiara arquitectura, pero muy pronto, abandonaría dichos estudios para dedicarse a su verdadera pasión, la pintura. Animado por algunos amigos que conoció en la estación de tren, y con la finalidad de materializar sus sueños con los pocos ahorros que tenía, pudo viajar a Venecia como algunos de sus admirados artistas habían hecho con anterioridad.  Le encantaba Alexander Cabanel y Diego Velázquez. Estando ahí, desarrolló su afición en una escuela de artes de Venecia, llegando a convertirse en uno de los pintores más solicitados para pintar capillas, catedrales y suntuosos palacios que les convendrían, lo que le permitió alcanzar las cimas más altas de la popularidad artística. Tenía solo veintidós años de edad pero el futuro se le aventuraba glorioso. Sin embargo todo cambiaría en aquellas navidades en que volvió a España para visitar a su familia. La petición de su padre de que se ocuparan él y su hermano Carlos de los negocios que tenía en las tierras de África, le cayó como un jarro de agua fría. Definitivamente suponía el fin, el declive de su carrera artística. Y además, ¿Qué pinta un cultureta de fama mundial en la ignota tierra africana de la Guinea Española? Estaba por verse.
Apoyado sobre las barandillas de la cubierta de popa, observaba el intensamente azul del mar que le rodeaba y en el que esporádicamente, ante sus ojos, aparecían y desaparecían delfines. La brisa golpeaba su rostro a una velocidad con la que aventaba el barco impidiéndole las vitas en el horizonte, más allá de donde se juntaba el sol con el mar. Recorriendo con la mirada prácticamente en tierra de nadie, bueno en este caso, en mares de nadie, musitó algo: no entendía por qué le necesitaría su padre, si sus bonanzas eran sólidas y le iba tan bien que al Imperio Chino. Tenía para vivir veinticinco años más entre finos edredones y para beber los mejores vinos. Jota añoraba la vida que dejaba atrás de su amada y monumental Europa, a su vida trepidante: de noches de embriaguez con los amigos para luego despertarse con una resaca brutal; días de excursiones en velero con mujeres guapas y noches de casino; regando el gaznate con cerveza; alegrando sus ojos con  las luces de colores de las plazas. Jota no se imaginaba una vida entre montañas con los suyos, donde le aguardaban constantes discrepancias con su familia, las cuales, terminaban siempre en agrias discusiones, y tener que reprimir sus sentimientos realizando un esfuerzo de estudiar para tener al padre contento y orgulloso. Todo esto era como renegar de su propia libertad.
Jota observaba el esplendor de la tarde al tiempo que veía su brillante destino hacerse añicos a la velocidad de crucero. Consciente de su drama, se dio la vuelta y fue a sentarse en uno de los bancos que estaban libres en la cubierta. Extrajo de su mochila una cartulina blanca y un lápiz, dispuesto a poner negro sobre blanco las cosas que le llamaban la atención a su alrededor: una señora elegante tomando un tentempié mientras su perrito le arrancaba los bordados de su vestido, y a su lado un señor tumbado boca arriba con la pipa en la boca a punto de caer sobre su cuello almidonado de su camisa, a juzgar por la falta de atención al tabaco de su pipa, parecía que aquel hombre dormía plácidamente. Era el momento que más disfrutaba del día. Aquel en el que  plasmaba sobre un lienzo  figuras que contaban una historia; con solo mirarlas ya intuía sus emociones, sus sentimientos, sus problemas, era una misteriosa sensibilidad que habitaba en él.
–¡Hombre! Estás aquí –dijo su hermano Carlos a tres metros de él, y  con cara de alivio se acercó hasta su asiento–. Creía que te habías tirado del barco para ir nadando de vuelta a España –dijo con un tono burlón al tiempo que despeinaba a su hermano sonsacándole una sonrisa.
Carlos era el hermano mayor de Jota, hijo del primer matrimonio de su padre, cuya madre murió a temprana edad. Y también uno de los causantes del retorno de Jota con su familia, ya que, a pesar de lo diferentes que eran, su amor superaba con creces al más de los poderosos vínculos familiares existentes en la tierra. Jota tenía cierta admiración, respeto y lealtad hacia su hermano mayor ya que siempre había ejercido como de protector desde pequeños. Sin embargo, en los últimos tiempos habían llevado vidas diferentes, Carlos al cumplir los dieciocho años tuvo que ir al servicio militar obligatorio, y desde entonces siempre había seguido los pasos de su padre. En cambio Jota, un niño mimado por su madre, al alcanzar los dieciocho años se enganchó a los porros y se libró de la mili a condición de que trabajara su rehabilitación.  De ahí al extranjero para continuar sus estudios universitarios.
La carta de su hermano que le decía: “regresa a casa porque el corazón de padre ya no late a su ritmo normal”, cambió el rumbo de su vida. Y aunque ir a África no estaba en su lista de “cosas a realizar antes de abandonar esta vida”, tenía claro que por su hermano haría lo que hiciera falta.
Sentados en el mismo banco, Jota le dijo:
–¿Estás disfrutando de este momento verdad?
–El único momento en el que disfrutaré de verdad, será cuando pisemos las tierras de Guinea y vea que ya no tienes escapatoria –rió Carlos al ver la cara de indiferencia de Jota–. ¡verás que todo es maravilloso! Si mis cálculos no me fallan ya estaremos desembarcando en el muelle el domingo por la mañana. Es un lugar muy bonito con un sinfín de proyectos, vamos… aquello es un diamante en bruto, te lo aseguro –explicaba a su hermano en el mismo instante en que se ponía de pie para manifestar su entusiasmo.
–Espero que tanta ambición no traiga desgracia al pueblo –respondió provocador Jota, mientras dirigía la mirada a su hermano para ver su reacción.
–Nada de eso –decía Carlos dibujando una mueca de negación–. Aunque las cosas están un poco tensas.
–¿Qué pasa? –preguntó Jota frunciendo el ceño.
–Nada que no se pueda solucionar –le acarició el hombro y dio dos pasos adelante para dejarle seguir con lo que estaba–. ¡Ah! –dijo retrocediendo un paso–. Si querías diversión, es el sitio perfecto para divertirse. Es como estar en Las Vegas hermanito: mujeres, copas… cuantas te apetezcan –ambos soltaron unas risitas de complicidad. Jota se quedó mirando a Carlos mientras se alejaba negando con la cabeza. Y es que con ese pícaro comentario, su hermano demostraba una vez más, qué bien lo conocía.
He de decir que, desde aquella revelación, hubo un cambio en Jota en cuanto a la opinión que se había formado de su futuro hogar. Mirándolo desde el lado positivo, y a decir verdad, Guinea, desde que había pasado a formar parte de las provincias españolas, recibía buenas críticas en las páginas de la prensa española. Muchos señoríos de los clubes pasaban horas y horas hablando sobre aquel territorio, mientras fumaban sus tabacos; era su tema favorito. Y ni siquiera era necesario ser un hombre de negocios. Bastaba con tener sentido común para adivinar que aquellas tierras eran una mina. Y su hermano estaba en lo cierto. Habría que llegarle al deseo de descubrir el maravilloso suelo del que tanto se hablaba.
Pero aun así, estaba muy lejos de respirar el aire del vapor de los trenes o de contemplar los murales de la ciudad o simplemente de respirar un ambiente familiar. Llegada, la mañana del domingo, el buque atracaba en el fondeadero de la costa de Río Muni, conocido como Bata. Y aunque los hermanos no tuvieron el placer de poder pisar las arenas blancas de la isla de Fernando Po’o, disfrutaron desde la cubierta del barco las vistas de aquel minúsculo pero bello jardín que se mostraba ante ellos.  Y la impresión de Jota sobre lo desconocido fue tomando forma. Finalmente tras unos minutos de espera Jota y su hermano descendieron del barco por la rampa desplegada desde la cubierta y pisaron el suelo firme de Guinea Ecuatorial.
Sobrevino un largo silencio en el que solo podían escucharse las respiraciones de ambos. Jota estaba tan sorprendido e igual de atento a todo lo que ocurría a su alrededor. Miró a su izquierda y luego a la derecha, frunció un poco el entrecejo y pudo ver al detalle todo su entorno: hombres encuerados portando cargamentos de un lado a otro, niños descalzos correteando por los alrededores de los puestos de venta; se oían los pitidos de coches acercándose; observó de reojo a las mujeres que llevaban sus enseres a cuestas con sus criaturas aupadas en la espalda envueltos entre paños. Pasaban a su lado con miradas de total indiferencia.
Siguió contemplando en silencio aquella pasmosa infinitud y primitivo ambiente. En los puestos de venta se encontraban diferentes productos y mercancías: cacao, plátano, malanga, cacahuetes, yuca, verduras y algunas vasijas. Más sorprendido se quedó cuando se acercaban a ellos los comerciantes ambulantes intentando colarles objetos presuntamente dorados y modernos. Con todo ello, en tierra firme también se respiraba la alegría de reencuentros de las familias. Abrazos que no parecían tener fin, besos y brincos de felicidad.
Curiosidad, intriga, miedo ante lo desconocido, formaban la pleamar de sus emociones. Y aunque, gracias a su padre le auguraba un futuro glorioso, Jota llegaba en un momento crítico para el pueblo guineocuatoriano, que en aquel momento luchaba para dejar de ser una colonia española.
Jota exhaló una bocanada de aire y reunió fuerzas para hablar:
–¡A dónde me has traído! –dijo encogido de hombros.
Acto seguido, apareció de entre la gente un señor con aspecto de hombre que había sido viejo de toda la vida: pelo blanco, barba blanca y un barrigón que lograba disimular vistiendo un gran chaquetón. A pesar de su impostada elegancia sus botas estaban sucias de polvo. Aquel señor era Vázquez, dueño de una gran plantación de café y de un taller de madera, quien con cara de circunstancias, esperaba la llegada de los hermanos. A su lado, su fiel sirviente, un nativo que empleaba como su conductor y que realizaba sus comandas personales empleado a jornada completa. El señor Vázquez, pese a ser un personaje con muchas riquezas, vivía en bonanza con sus sirvientes y trabajadores del campo y hasta donde consta, nunca se oyó a nadie quejarse de él. Parecía que todos, en la justa medida, percibieran un salario justo respecto a la labor que realizaban.
Los vio venir y los abrazó muy contento.
–Hijos míos. Sean bienvenidos –dijo mientras regalaba un beso y un abrazo a cada uno–. ¡Llevo mil noches sin dormir! –agregó al tiempo que se colocaba nuevamente frente a ellos. Luego se decidió a abalanzarse sobre Jota para desordenar sus pelos con las manos–. Sobre todo, me alegro de verte a ti, hijo.
Tan grande  era el entusiasmo en el señor que gritaba para que todos  lo supieran: que su hijo menor había regresado.
–Es mi hijo. Mi hijo –decía risueño.
–Y yo también te quiero papá. Vámonos antes de que me presentes también a la África salvaje –dijo Jota subiendo al coche, al tiempo que suspiraba con cara de alivio.
–Quiero que el mundo lo sepa. Que todo el mundo sepa que mi hijo ha llegado. ¡Ay! Lo contenta que se pondrá tu madre–. La cara del señor Vázquez era la viva imagen del ganador premio al bingo. Su alegría parecía tan contagiosa que su sirviente tampoco dejaba de sonreír mientras depositaba las maletas en el capó. Luego dio unos saltitos para subirse y arrancar el vehículo.
A  pesar de ello, fueron sin más las sensaciones de incomodidad, agobio y de extrañeza que invadían el alma de Jota. Ya a medida que pasaban los minutos en aquel lugar, desde el dulce e inesperado recibimiento de su padre, Jota se sentía poco a poco como una persona un tanto diferente. Estaba con un nuevo pensamiento positivo y con muchas, muchísimas inquietudes a las que mantenía la esperanza de poder dar respuesta a lo largo  de su intrigante futuro en la Guinea Española de la autonomía.
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Muchas cosas cambiaron desde que Guinea Ecuatorial pasó a ser un territorio autónomo, obteniendo como Presidente al Señor Bonifacio Ondo Edu. Legislaciones que desde muy antaño venían regidas y emanadas del colonizador español, y preceptos morales improvisados por el anunciador del Evangelio. Mandatos y normas, todas dictaminadas para cambiar todo el estado de cosas acristianas que tenían los colonizados: la educación, la sanidad, derechos de los trabajadores, el matrimonio, entre otros. No obstante, a partir de 1960, poco después de que Guinea Ecuatorial pasara a formar una provincia española, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprueba una histórica Declaración sobre la Concesión de Independencia a los países y Pueblos Coloniales: esta declaración reconocía el derecho de libre determinación de todos los pueblos y afirmaba que el colonialismo debía llegar  a su fin rápida e incondicionalmente.
Con el proceso de descolonización, el espíritu independentista fue arraigando en los corazones de los autóctonos quienes se organizaron en movimientos pacíficos de liberación. El camino hacia la independencia parecía una cuesta en vertical insuperable, lo que llevó a algunos, por el descontento, a crear grupos radicalizados en la clandestinidad.
El recuerdo a los caídos los obcecaba. Un auténtico inconformismo de la ciudadanía a las promesas e ilusiones milenarias del colonizador español, y el sentimiento de opresión y de la injusticia social, pasaron a formar parte del sentimiento ciudadano, –al que verdaderamente las autoridades españolas habían despreciado– en sus ansias por alcanzar la libertad del pueblo. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo en cómo caminar hacia la independencia. Y así una minoría optaba por el silencio en aras de la paz y de evitar una lucha interna.




Playa de mi litoral;
que acoges al originario y al extraño;
en el espléndido regazo de tus arrecifes
descansan majestuosas especies de colores;
eres tan pura, como peligrosa.
Cántanos tu preciosa melodía con las olas,
que arrastra la brisa y calma mi espíritu.
Y playa mía y playa nuestra,
permanece siempre en abundancia
para saciar la sed de nuestras necesidades.
                                                          (“La playa”. Inma Kathy)

Lágrimas de Sangre. 1968 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora