CAPÍTULO V LÁGRIMAS DE SANGRE

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“¿Qué diferencia hay entre un mendigo y un herido de bala?” –recuerdo haber realizado esta pregunta a una anciana de mi pueblo. Una de esas que, en mis momentos libres de quehaceres, me gustaba pasar el tiempo, para nutrirme de sus enseñanzas. Aquella anciana no era cualquiera sino, mi bisabuela, a la que guardo en mi memoria como una persona cuya vida ha experimentado desde la libertad, gracias a sus conocimientos y principios morales y religiosos.
Y volviendo a la reflexión anterior. Mi bisabuela, caminando a pasos muy lentos, debido a su edad avanzada, y  con la mirada cabizbaja, me dijo:
–No hay ninguna diferencia.
Sorprendida por su respuesta contundente; completa y sin carencias de artículos ni adjuntos, ya empezaba a dudar de mi intuitiva y de la idea que tenía, presuntamente, de mi propia pregunta.
Mi bisabuela me miró de lado, quizás, esperando mi reacción de joven inteligente e inquieta. Sin embargo, yo, todavía pensativa, le devolví la mirada sin decir palabra porque estaba segura de que en mi pregunta, podría hallarse mucha diferencia.
No supe en qué momento hizo un alto en el camino mi bisabuela, pero sí, recuerdo las palabras que profirió, justo en el instante en el que me di cuenta de que había avanzado dos pasos más que ella. Y me dijo: “Nunca hay que justificar las cosas malas o estaríamos perpetuando el mal sobre la tierra”.
                                                          A mi bisabuela Martina Abang

Lágrimas de Sangre. 1968 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora