El gallinero

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Como ya era de costumbre para los nativos, antes de realizar sus labores rutinarios, se juntaban  todas las mañanas del domingo en la capilla San Juan Bautista, para celebrar el día del Señor, como creyentes y practicantes de la religión católica y apostólica romana. Un hábito que les habían inculcado los misioneros evangelistas españoles, y que con mucho agrado y respeto supieron acoger ellos, a favor de la buena convivencia y de su ferviente deseo de ser educados en los valores socioreligiosos del cristianismo. Todo ello, hizo surgir un hibridismo que no ha favorecido ni al cristianismo ni a la idiosincrasia y demás leyes importados por el colonizador español.
Para  algunos, el domingo era, especialmente, un día de descanso en el que vestir con elegancia. Para otros, un día importante para compartir con los familiares, comidas especiales. Hacía aproximadamente seis años que había sido promulgado el decreto por el que había entrado en vigor la Ley Básica de 1963, la cual establecía qué tipo de guineanos podían acceder a la categoría de emancipados. Dichas personas podían disfrutar de varios derechos: podían comprar aceite de oliva, pan de trigo y bebidas alcohólicas. Además, tenían derecho a beber en público en los mismos bares que los blancos y a tener propiedades.
Los requisitos para acceder a este grupo social de emancipados, incluían la necesidad de ser monógamo, estar bien visto por la Iglesia o las autoridades locales (siendo necesario presentar un Certificado de buena conducta religiosa), tener una buena situación económica y ostentar un título académico o educación formal (saber leer y escribir). El órgano encargado de conceder o revocar el estatus de emancipado era el Patronato de Indígenas.
Por lo contrario, quienes carecían de todo lo anterior o eran simplemente huérfanos, no podían emanciparse y sus vidas permanecían al servicio de su amo español, dueño de la propiedad de la finca que trabaja. No podía ni debía salir sin permiso y prácticamente no tenía vacaciones porque sus servicios eran requeridos todos los días del año.
Dicho esto. Tras la eucaristía, un representante de las organizaciones liberales, aprovechaba el fin de la celebración para convocar a los fieles asistentes y en presencia de hombre, mujeres y niños, pronunciaba un emotivo discurso cuyo objetivo era el de concienciarles sobre el dolor y la pena del momento, producto de la opresión colonial a la que estaban sometidos. Sin embargo, las reacciones a su mensaje no eran, ni mucho menos, unánimes, oscilando entre la pusilanimidad e indiferencia de algunos hasta la ira y el odio de otros.
La pequeña comitiva de la que estaba acompañado aquel señor, se acercó al estrado para apoyar a su representante, quien era una persona muy querida en el entorno. Enteramente vestido de blanco, con un cinturón negro ajustado a la altura de la cintura, aquel señor carismático miraba con detenimiento al público aguardando con paciencia a que se calmara el revuelo que su presencia había provocado entre las personas que ahí se encontraban. Tras esperar unos minutos a que la gente volviera a sus asientos, aquel señor, con una voz que imponía, desveló el movimiento liberal al que pertenecía.
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Pero antes de continuar, recordaremos, los movimientos liberales que se surgieron en la Guinea Española desde la aplicación por parte de España del Estatuto de Autonomía para Guinea Ecuatorial en 1963 hasta llegado 1968, año que el país alcanzó su independencia total.
Las organizaciones y movimientos de liberación activos por aquel entonces fueron los siguientes:
Movimiento de Unión Nacional de Guinea Ecuatorial (MUNGE). Creado por Bonifacio Ondó Edú. Partido de extrema derecha afín al régimen franquista y de ideología nacionalista que encontró apoyo entre gente conservadora partidaria de la ley y el orden. También recibió el apoyo de los guineanos más cercanos a la administración (como eran los funcionarios, los jefes tradicionales y en general las personas de mayor edad), los madereros, la Iglesia católica y los colonos, especialmente de los propietarios de fincas y de vastas extensiones de tierra con plantaciones de café y cacao.
Idea Popular de Guinea Ecuatorial (IPGE). Partido del que Francisco Macías fue uno de los fundadores. Surgido de una escisión del MONALIGE (Movimiento Nacional de Liberación de Guinea Ecuatorial), fue constituido formalmente entre 1958 y 1959 por exiliados guineocuatorianos en Camerún, constituyendo un proyecto interétnico; su ejecutiva estaba formada por los bubis: Marcos Ropo Uri y Luis Maho Sicahá; el fernandino Gustavo Watson Bueco; y los fang: Enrique Nvo, Pedro Ekong Andeme, Clemente Ateba o José Nsue Angüe, entre otros.
Movimiento Nacional de Liberación de Guinea Ecuatorial (MONALIGE) como presidente Atanasio Ndongo Miyono.  En 1964, cuando pudo regresar a Guinea Ecuatorial impulsó la organización de las llamadas "Milicias azules" (o "Jóvenes azules") afines al MONALIGE.
Unión Bubi fue un grupo socio-político y luego partido político creado para representar los intereses del pueblo bubi de la isla de Bioko. En principio, nació con la finalidad de que la comunidad bubi participase en la Conferencia Constitucional de Guinea Ecuatorial de 1967, como efectivamente ocurrió, siendo sus representantes Mariano Ganet, Teófilo Bieveda, Gaspar Copariate Muebaque (estos dos últimos fueron también miembros del MONALIGE) y Francisco Douga Mendo (antiguo Secretario General del MONALIGE en Fernando Poo).
La Unión Bubi pretendía la incorporación de la isla de Bioko a España, o en su defecto, una administración para la isla de Bioko diferente de la de Río Muni.
Además de las reuniones de las iglesias, los representantes de los partidos políticos también impartían charlas, sobre la necesidad de que Guinea alcance la independencia, entre otros lugares. Así, solían frecuentar el abaha (casa de la palabra), lugar donde se reúnen y hacían su vida de día. En ella hablaban, discutían y daban solución a las cuestiones pertinentes a los varones. Al  igual que entraban en casas de familias que sabían que estaban concienciadas sobre la necesidad de una Guinea libre, y también los llamados locales sociales y de ocio, en donde los jóvenes se reunían y hacían quedadas para la práctica de juegos tradicionales de destreza, como el Akong, muy similar al ajedrez en cuanto al desarrollo de la inteligencia a través de la estrategia.
Por otro lado, aunque el castellano ya se había convertido en la lengua oficial para todo el territorio de la Guinea Española, al parecer, la inmensa mayoría de nativos preferiría, sobre todo  en cuanto a cuestiones personales, seguir comunicándose en sus lenguas maternas: el fang, el bisio, el pichi, el combe, el bubi y el fadambo. Especialmente, en el territorio de Río Muni compartían: los bujebas, combes, valengues, vicos, dibues, itemus, los bakupus, los bengas y los pamues o mpangues o nfawins o simplemente fang, según quien la pronuncia, francés, inglés, alemán, español o guineano. Los indígenas mismos prefieren que sean llamados fang, vocablo con equivalencia a sustantivo y adjetivo.
Las lenguas maternas estaban tajantemente prohibidas hablarlas, según estricta disposición de las autoridades españolas, en presencia de un español. En consecuencia, el despabilamiento de muchos nativos para expresarse en castellano creaba cercanía y respeto de los colonos hacia ellos.
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De repente, en el interior de aquella pequeña y atestada caseta, rebosante de gente hasta donde terminaba la pérgola, se hizo un silencio sobrecogedor. Y la multitud congregada pronto se mostró atenta a las palabras que comenzó a pronunciar aquel señor, que se dirigía a ellos en su lengua vernácula:
–Si me lo permitís, solo necesito un poco de su tiempo, por favor –dijo el señor, con solemnidad, tras fijar su mirada en los rostros de las personas que se encontraban delante de él–. Hermanos y hermanas, les quiero recordar que este es un momento decisivo en el que todos debemos permanecer unidos y apoyar a nuestros hermanos que están ahí arriba luchando denodadamente para que consigamos nuestro objetivo. No vamos a descansar hasta vernos liberados por fin de estos blancos que nos han maltratado, han matado a nuestros amigos, se han llevado nuestra fortuna, nuestras mujeres. Es el momento de ponernos firmes y de decir, ¡basta! –Gritó.
Las palabras del señor fueron tan elocuentes, que el público las recibió con vivos aplausos, entremezclados con gritos  y emotivas expresiones de apoyo a su discurso.
–Estamos cansados de andar por detrás de estos blancos que se creen más inteligentes que nosotros –prosiguió–. Así que, hermanos míos,  tenemos que permanecer unidos en un solo bando.
Aquel señor estaba convencido de que la población había comprendido y aprobada sus palabras, de manera que bajó del improvisado estrado para juntarse con la gente que lo recibía con halagos, aplausos y mucha simpatía. Y él, a su vez, les dedicaba palabras amables, agradeciéndoles su apoyo.
Y así, a medida que avanzaba entre la multitud se encontró frente a una joven adolescente, a quien acompañaba de su hermano y su esposa. El nombre de aquella joven, que entonces tenía tan solo diecisiete años, era Kaque. En realidad, sus padres le pusieron Caqui, en honor a la finca de árboles que plantó su abuelo y de la que por desgracia los colonos se apoderaron para explotar su tala. Pero,  su abuela que sufría de dislexia, le llamaba “Kaque,” y así, en tono jocoso, todos terminaron por llamarla de esta forma.  Una chica proveniente de una familia emancipada, la última hermana de cinco hermanos, el resto hombres. Kaque era muy conocida en su pueblo natal y muy querida por su peculiar forma de ser, poco convencional –en opinión de su entorno–. Turbados quizá por el carácter que tenía ella cuando era cortejada por sus pretendientes, hijos de familias emancipadas, comerciantes, enfermeros y maestros que se habían formado en España o en la Escuela Superior Indígena. Hasta donde podríamos intuir, es que no cualquiera se atrevía a pedir su mano. Y es que no cualquier hombre se atrevía, porque su actitud soñadora, hacía poco usual en una mujer alejar a muchos de sus potenciables pretendiente. Pero… ¿Por qué?
Es verdad que Kaque no había abandonado su pueblo natal desde que nació, sin embargo tenía ilusiones e ideas que le hacían discurrir sin tener en cuenta la realidad, además de ser una joven bella, valiente, discreta, tranquila y con estudios que le hacían pensar en que podía llegar a ser una mujer independiente. Según los rumores, el año anterior había abandonado el internado de las misioneras religiosas, para  eludir de un matrimonio obligatorio –y era verdad–. No meros rumores. Para entonces Kaque estaba siendo cortejada ya por el octavo pretendiente. ¡Pobre niña! No sabía que era más probable que acabara desposada por alguno de sus pretendientes y acabar por convertirse en ama de casa con más de cinco hijos, que llegar algún día a ser un espíritu libre.
Mientras la muchedumbre se dispersaba, aquel señor fue al encuentro donde estaba la Joven. Saludó primero al hermano, luego a la esposa y finalmente a Kaque. Hablando entre todos en su lengua vernácula, se decían:
–¡Enhorabuena hombre! Ha sido un discurso muy bonito, que sepas que todos estamos contigo –dijo con entusiasmo el hermano de Kaque al señor de la campaña.
–Gracias. Como he dicho, tenemos que permanecer en el mismo bando –respondió el señor.
–Habla usted de bando como si fuera un grupo de camisas negras –comentó Kaque con una voz muy gélida, consiguiendo con sus palabras atraer la atención del señor.
–¿Co-cómo? –preguntó balbuceante y con cara de desconcierto aquel señor.
–Solo digo que debemos ser razonables al movilizar a las masas, porque tenemos la capacidad de reivindicar nuestros derechos que habrían de conducirnos a la libertad, sin necesidad de recurrir a violentas protestas y ni mucho menos hacer creer que son la única vía para la independencia.
–Perdona. Es mi hermana, es una niña y no sabe lo que dice–. Su hermano pronunció estas palabras en tono de disculpas, al tiempo que posaba las manos en los hombros de Kaque, con intención de protegerla de aquel señor.
–Ya. Pues deberías enseñarle a tu hermana en qué sitos debe hablar una mujer y en cuáles no –respondió el señor con semblante intimidante. Luego hizo un gesto desdeñoso, preludiando su partida y se fue del lugar sin más.
El hermano de Kaque la miró en silencio, al tiempo que dibujaba un gesto de enfado en su cara.
–Yo solo quería…
–¡Ya basta! –la interrumpió su hermano impidiéndole acabar la frase–. ¿No puedes permanecer callada verdad? ¡Cada vez que abres la boca, me avergüenzas! –mientras pronunciaba estas palabras su hermano, tensionando las órbitas de sus ojos, frunció el ceño manifestando así su desesperación con Kaque. Al mismo tiempo su esposa, Begoña Nchama abrió desmesuradamente los ojos en expresión de asombro, toda vez que se había percatado de la furia de su marido. Al instante, ella cogió de la mano a Kaque y ambas se retiraron del lugar sin pronunciar palabra.
Más de un enfado había generado Kaque a sus hermanos, sobre todo al mayor, quien cuidó de ella desde que era una niña. Él era consciente del duro carácter de su hermana por lo que al poco tiempo de su salida del internado, se encargó de buscarle un esposo. Al fin y al cabo, era el único futuro seguro que él creía que le aguardaba. Ya que, los dueños de mujeres jóvenes, vendían a ésta al mejor postor, porque, la disponibilidad de dinero en los indígenas había provocado un aumento desmesurado del precio de la mujer, por la que se llegaba a pagar hasta tres mil pesetas, cuando el precio normal era hasta hacía bien poco, de trescientas pesetas. Y la escasez de mujeres aumentó por la prostitución y enfermedades venéreas, temas que, eran un semillero de “palabras” ante los tribunales de maza (lugar destinado para juzgar y solventar los asuntos de los colonizados). Lo regían automáticamente el comandante militar del distrito, quien tenía que ser un elemento algo solvente de la familia indígena.
Y Kaque como de costumbre cuando llegaba el momento de tratar el asunto del matrimonio, las impresiones desagradables eran “los únicos platos” que se servían en las presentaciones. Y como siempre la situación solo se salvaba mediante la intervención de su cuñada, Begoña Nchama.
El hermano mayor de la familia se casó con Begoña Nchama, una de las compañeras que tuvo Kaque en su paso por las escuelas de las monjas. Nchama, que así simplemente la llamaban, al igual que Kaque, recibió una formación académica que se truncó al casarse con su anterior marido. Con él no llegó a formar una familia por ello, los constantes problemas en el hogar desembocaron en la ruptura del matrimonio. Cuando esto ocurrió, Nchama estaba siendo cortejada por el hermano de Kaque, quien devolvió la dote a su marido, quien además la había repudiado bajo la calumnia de ser estéril (ekomo minga). Ambos se casaron en seguida y tuvieron hijos. Nchama, al casarse con el mayor de los hermanos, se convirtió automáticamente en la madre de los hermanos pequeños de su marido, por lo que cuidó con extremado amor a Kaque, a quien sirvió de figura materna tras la muerte de su madre, cuando ella era una niña. De este modo, aunque Kaque consideraba a Nchama su madre, a la que llamaba “Tía” por respeto, también veía en ella a una amiga. Ambas estaban muy unidas, lo que despertaba envidia de las demás cuñadas, esposas de los otros hermanos de Kaque.
Por el expreso deseo de su padre, al instante de morir: que cuidaran de su hermana. Kaque se había convertido en el ojito de sus cuatro hermanos. Razones no les faltaban. Estaban atravesando un mal momento económico y no hubieran dudado en vender al mejor postor que les hubiese ofrecido casarse con su hermana. Ellos lo veían como la fórmula perfecta para salir de la crisis que les perseguía desde la repentina muerte de su padre, quien había muerto en un accidente laboral, dejando tantas deudas que los hermanos no pudieron recibir herencia alguna suya. Un hecho que les llevó a actuar con tanta falta de amor hacia su hermana, buscando solo su propio interés económico.
Había mucho trajín a lo largo del recorrido. Kaque y su cuñada Nchama pasaban frente a la estación del mercado. Durante el trayecto Kaque no paraba de recibir consejos y regañinas de su cuñada. Una vez en el mercado, las dos aprovecharon para comprar alimentos que pudieran ser preparados en casa. Era costumbre ver a las mujeres en el mercado después de misa, momento que aprovechaban para chismorrear. Mientras, los maridos volvían a casa con los hijos y esperaban pacientemente en abaha. Mientras charlaban, se entretenían concentrados en el juego del akong y degustaban generalmente el dulce sabor del tope, bebida típica de Guinea Ecuatorial.
En la cesta de la compra de Nchama y Kaque, llevaba pescado fresco, tomates, cebollas, ajo, perejil, cacahuetes, yuca, verduras y naranjas. Nchama la cargó en su espalda. La compra se suponía que habría de durar toda la semana, aunque no siempre era así, porque eran una familia numerosa.
Hablando en su lengua vernácula, se decían:
–¿Tú crees que hemos comprado suficientes cosas? –Preguntó Nchama a Kaque–. Kaque ¿Me oyes? ¿Niña en qué piensas? –chasqueó los dedos para sacarla de sus pensamientos.
–¿Eh? –contestó Kaque, dándose cuenta de que le estaban hablando–. Lo siento no te había oído. He estado pensando en todas las cosas que ocurren últimamente. Parece que nadie quiere ver lo que pasa alrededor, cada cual se preocupa solo de sí mismo. Me da mucha pena que seamos capaces de ver el sol en el horizonte pero no nos importa la orientación de nuestra sombra –dijo al tiempo que se encogía de hombros fijando su mirada en el panorama.
–Mira, por un lado tu hermano tiene razón. No te metas en política –susurró Nchama a Kaque al percatarse de la cara de preocupación que denotaba su rostro.
–¿Pero tú crees que todo esto saldrá bien? ¿Que estamos yendo por el buen camino? –musitó Kaque.
–A ver –la sujetó por los hombros Nchama–. Los blancos nos han dado muchas cosas buenas pero… tienes que reconocer esta otra parte de ellos que tanto nos afecta y nos hace sufrir.
–Yo no ignoro nuestro sufrimiento –respondió Kaque soltando una mueca–. Yo solo digo que podemos encontrar una mejor manera de llevar las cosas. ¿Has oído lo último que dijo Ondo Edu por la radio? Creo que es lo mejor y la gente, como mis hermanos, no quieren ver este lado. Prefieren ver el lado malo de las cosas –se paró para que pasara un coche que se aproximaba.
–¡Vaya, vaya! –dijo Nchama, sorprendida de las palabras de Kaque–. Deberías ser miembro de la Asamblea General.  Así podrías representar a las mujeres. Ya ves que en todo esto no tenemos voz ni voto –dijo, provocando las risas entre ellas–. Todo saldrá bien. Te preocupas demasiado ¿Sabes cuál es tu problema? Que necesitas un marido –añadió Nchama para tratar de cambiar de tema, con dosis de humor.
–¡Ay! No, por favor –suplicó Kaque, echando la cabeza hacia atrás.
–Esto me hace recordar que tenemos que volver a casa corriendo para recibir a los invitados de esta tarde.
–Yo no quiero estar –murmuró Kaque con el rostro fruncido al tiempo que contorsionaba la boca.
–Niña. Tienes que estar –dijo Nchama con cara seria–. Este es el noveno chico que te pretende. No, corrijo el décimo. Ya que con el último ni te dignaste a aparecer. Parecía como si te hubiera tragado la tierra aquel día. ¿Dónde te metiste? –preguntó intrigada.
–Es que no me apetece estar, ni mucho menos casarme con un hombre que no quiero –dijo Kaque con discreción.
–¡Hey! –le recriminó Nchama–. Los maridos no se han hecho para quererlos, sino para servirlos. ¿Te imaginas si hubiera querido a tu hermano, con tantos cuernos que me ha puesto hasta casarse ahora con la segunda mujer? Estaría muerta. Porque nadie en su sano juicio aguanta esto. Sin embargo, aguantamos la poligamia porque lo único que buscamos las mujeres es la estabilidad. Así que ponte las pilas, que la juventud pasa volando y cuando te des cuenta, las demás se habrán casado y tú estarás sin marido. ¿Esto es lo que quieres? Tu madre nunca hubiera querido este futuro para ti.
Kaque se quedó unos segundos en silencio mirando a su cuñada, mientras algo dentro de ella cuestionaba las palabras que la decía.
–Déjame pensarlo –dijo seria. Miró en la lejanía insinuando marcharse del lugar.
–¿A dónde vas? –preguntó Nchama.
–Voy a despejarme un poco la cabeza –le respondió Kaque mientras mostraba a Nchama un libro que había sacado del bolso que llevaba colgando en bandolera.
–¿Vas a leer la biblia? –preguntó con inquietud impostada, su cuñada.
–Nooo –Kaque quitó el forro de mentira, mostrándole el verdadero libro que era. Ambas sonrieron.
–No tienes remedio –dijo Nchama negando con la cabeza.
Kaque guardó el libro otra vez y al tiempo que se disponía a marcharse.
–(Habla en español)Yo creo que estos libros son los que te revilan tu cerebro –vociferó Nchama.
–Se dice, avivar el cerebro –le rectificó Kaque–. Tanta escuela y no has aprendido a hablar el castellano –murmuró.
–Te he oído –le respondió Nchama en el mismo instante en el que Kaque cruzaba la carretera y se alejaba caminando con lozanía.
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La alegría era evidente. Durante el trayecto,  el señor Vázquez venía memorando los viejos tiempos en familia y mostraba un entusiasmo por los venideros, su orgullo de padre era tan grande como una catedral.  Poco se comunicaron los hermanos hasta llegados a la finca. En la puerta estaban esperándoles unas mujeres con vestidos muy elegantes, eran la señora Vázquez con su nuera, Marta, esposa de Carlos, a juzgar por lo abultado que se veía su traje por delante, diría que estaba en estado de buena esperanza. Éste sería el primer nieto de la familia. A la izquierda también aguardaban dos jovencitas, vestidas de doncellas que, cuando se paró el coche se acercaron a él para descargar el equipaje del maletero.
Segundos después, Jota, Carlos y su padre bajaron del coche. Eran lágrimas de emoción las que inundaron los ojos de su madre cuando vio a Jota; después de tanto tiempo por fin lo tenía frente a ella. Y se acercó apresuradamente para fundirse con él en un tierno abrazo.
–Hijo mío estás aquí. No me lo puedo creer –decía entre lágrimas su madre, aferrándose en sus brazos, agarrados fuertemente a su espalda para no soltarle.
–Te quiero mamá y estoy aquí –dijo Jota depositando un beso sobre el pelo de su madre.
–Esto parece un sueño –se apartó su madre para echarle una vista general e intentar calmar su entusiasmo.
–Te dije que te lo traería de vuelta, y aquí está, mujer –decía el señor Vázquez acercándose a ellos, mientras señalaba con gestos a las doncellas para que introdujeran el equipaje en casa.
–Me alegro de que estés aquí Jota –dijo Marta, mientras le abrazaba.
–Yo también me alegro de verte Piedrecitas –le dijo con inocente tono de burla.
–No cambias ¡eh! ¿Todavía sigues llamándome así? –sonrió Marta, al tiempo que se acercaba Carlos.
–Es que no ha cambiado –agregó Carlos, regalando a su esposa un beso en la frente–. Mira. Tenemos una sorpresa para ti –decía acariciando la barriga de su mujer.
–¡Wow! Estás embarazada –abrió los ojos como platos, Jota–. ¡Madre mía voy a ser tío! –dijo llevándose la mano a la cabeza–. Entonces, definitivamente las piedras se han convertido en rocas –dijo en un tono socarrón.
–Así es –susurró Carlos.
–¡Joder macho!... Enhorabuena a los dos. Es una grata sorpresa, de verdad –dijo alegre, Jota.
–Son buenas nuevas para todos. Mi hijo está de vuelta y mi nieto está de camino. No puedo ser más feliz –alardeaba el señor Vázquez al tiempo que regresaba al coche. Mientras, todos se retiraban del patio, pasando por el pasillo.
–Ya vamos a ser padres. Ahora es a ti a quien toca sentar cabeza. Te presentaré a una amiga, una vez haya regresado de Santa Isabel; se llama Tere. Os concertaré una cita –decía Marta con la intención de convencer a Jota.
–No sé yo si… –dijo Jota negando con la cabeza.
–Cariño, no te molestes. Los artistas no sientan cabeza. Su estilo de vida solo les permite pasar una noche con dos o tres mujeres –comentó Carlos mientras hacían un alto.
–Pues, estas cosas se han acabado –interrumpió su padre. Avanzaban al interior de la vivienda. El señor Vázquez posó su mano en el hombro izquierdo de Jota mientras caminaban–. Aquí te me vuelves responsable. Marta tiene una amiga que siempre viene por aquí, una chiquilla muy mona…. –le iba diciendo para mentalizarlo.
La casa Vázquez era de dos plantas y estaba situada en el interior de una plantación de gran hectárea. La mansión disponía de varios salones y muchas habitaciones. Fuera de ella había unas casas sencillas adosadas en las que vivían los sirvientes para evitar los desplazamientos y hacer más efectivas sus tareas del hogar; todos ellos eran nativos. En los alrededores de la finca había terrenos de cultivos que centraban la actividad de muchos de los campesinos; ahí se habían construido tres cabañas y campos donde pastaban animales del negocio vacuno de los Vázquez. Un poco más cerca estaban las casitas de los trabajadores. Eran los trabajadores quienes se encargaban de mantener el patio en perfecto estado, regaban y podaban las plantas. Las doncellas se encargaban de servir en el interior de la casa: cocinar, lavar, ordenar las habitaciones y realizar recados urgentes. Dichas doncellas ya se les consideraban parte de la familia hasta el punto de que muchas veces las señoras de la casa les pedían su opinión o un consejo sobre un tema puntual, y siendo además conocedoras de sus intimidades, como era el caso de las más veteranas, quienes se distinguían por su afán de velar por la comodidad de los patrones.
Tras disfrutar de una larga charla con la familia y de haber degustado los exquisitos manjares servidos en la mesa para celebrar su llegada, Jota subió a  su habitación con la resolución de descansar de su largo viaje. Era la primera vez que entraba en la habitación que había sido asignado para él y por lo tanto, no podía imaginar lo que le podía estar esperando al otro lado de la puerta de madera de roble. Caminó hasta estar frente a ella, la abrió y se asomó tímidamente la cabeza. Recorrió la mirada por toda la habitación y lo que vio le resultó familiar. Avanzó hasta el centro. La criada, siguiendo las instrucciones de su señora, había recreado el cuarto de Jota a como lo tenía en su casa de España, el hogar del que guardaba tan buenos recuerdos de su infancia y de su adolescencia. Jota se sentó  sobre la cama y se puso a observar, impresionado, todo cuanto presenciaba. La suya era una habitación grande, con espacios bien provistos de armarios. Olía a nuevo y a recién pintado; los muebles y el suelo limpios, sin pizca de polvo. Arqueó los ojos en dirección a una esquina y,  cómo no, por allí se movía clandestinamente un diminuto ratón.  Sobre la cómoda había un arreglo floral de rosas, un despertador al lado y más a la derecha una foto antigua de familia. Se levantó de la cama y abrió los armarios de uno en uno fijándose en el orden en que estaba colocado su ropaje: primero iban las camisas, trajes y pantalones, respectivamente; y en la parte inferior, los zapatos. No alcanzó a ver el interior del baño porque tenía la puerta cerrada. Caminó hasta la ventana y corrió las cortinas para que entrara más luz. Estaba para echarse una larga siesta pero lo que vio a través de los cristales le llamó la atención. Se trataba de un paisaje extraño para él, pero lo que aún no sabía es que, con el paso del tiempo, aquel paisaje sería tan querido para él como su hogar.
–Impresionante –pensó en voz alta.
De todas las historias que le habían contado, sin duda esta era la mejor. Por fin podía ser él mismo el testigo, lo veía, lo sentía, lo palpaba y lo más importante, lo disfrutaba. Con curiosa discreción, y sin intención de que lo vean asomarse quienes pasaban cerca, observaba la febril actividad de los criados moviéndose de un lado para otro, al conductor que lavaba el coche en el que habían llegado, mujeres tendiendo al sol la ropa lavada. Cerca se veían casitas con niños correteando y jugando alrededor de los animales; hombres y mujeres cargando leña hasta el almacén; y más lejos se divisaba un verde que simulaba una formación  de montañas; las siluetas de labradores trabajando en los cultivos. Y fácilmente, tan solo más a la derecha se erigía aislada una casita que parecía una cabaña. Estaba tan alejada del resto de edificaciones que le llamó su atención y consiguiente curiosidad por saber lo que se guardaría en aquel sitio tan apartado de la vista de todos.
Minutos después. Y con las botas puestas, caminaba Jota sorteando los charcos en dirección a aquella cabaña que tanto había llamado su atención. Para sorpresa de Jota, lo que parecía una cabaña era en realidad un gallinero. Tuvo la total certeza de ello al oír el “cocoricó” de los gallos y el “quiquiriquí” de las gallinas alborotando y volando por doquier. La puerta de la cabaña estaba hecha de tela metálica, se encontraba semiabierta y ello hacía que las gallinas intentaran salir al exterior a través de la regacha. En un primer intento quiso cerrarla pero el cacareo de las gallinas no le pareció normal, sospechaba que un intruso oculto era quien provocaba el revuelo del gallinero. Abrió la puerta lentamente y la entrecerró avanzando a hurtadillas al tiempo que estaba atento para no pisar los excrementos depositados en el suelo. Estaba a dos metros de la puerta cuando se sobresaltó al percatarse de que, efectivamente, había alguien ahí. Al fondo pudo ver la silueta en la penumbra, la figura de una joven sentada sobre sus rodillas. La vio y le llamó la atención:
–¡Hey!  
Sobresaltada, en seguida la joven se puso de pie. Y con el alma en vilo se apresuró a esconder el libro que poseía en sus manos entre los pliegues de su falda.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó autoritario, Jota–. ¿Quién eres? ¿Qué tienes ahí? –volvió a preguntar percatándose de que estaba ocultando algo en su ropa–. ¿No me oyes? ¿Hablas mi idioma?
Los nervios de la joven eran tan reales que se quedó paralizada sin responder. Temía ser castigada por aquel blanco desconocido que le había sorprendido. Solo pensaba en salir corriendo, pero Jota se lo impidió poniéndose frente a ella, regalándole una mirada tranquilizadora.
–¿Cómo te llamas? –preguntó sosegado Jota, al darse cuenta del estado de nerviosismo del que se encontraba ella.
–Ka… Kaque –murmuró ella.
–Tu nombre cristiano ¿Cuál es tu nombre cristiano? –dijo Jota poniendo atención a su respuesta.
–María –dijo Kaque sin dejar de mirar a aquel blanco que hasta entonces le resultaba desconocido.
–¿Nos conocemos? Tengo la impresión de que te he visto antes –dijo Jota acercándose aún más a ella–. ¿Hablas mi idioma? ¿Qué tienes ahí? Enséñamelo. Rápido.
Kaque sacó el libro lentamente de entre su falda y se lo entregó a Jota sin pronunciar palabra.
–¿Qué haces con esto? –preguntó Jota, sorprendido de que aquella joven estuviera leyendo un libro que era tan querido para él –¿Te pregunté qué haces con esto? –insistió, provocando una reacción en ella.
Kaque desconcertada, solo acertó a decir:
–Lo… lo…lo siento, me distraje un poco, ahora mismo llevo las bandejas de huevos –dijo recogiendo del suelo de huevos.
–Alucino pepinillos. Osea que hablas mi idioma –dijo Jota  mientras observaba los movimientos de Kaque que se disponía a marcharse del gallinero–. Para –dijo agarrándola del brazo. Kaque se quedó quieta y más nerviosa todavía. Jota cogió de sus manos la cesta volviéndola a depositar en el suelo–. Tranquila –dijo sin dejar de mirarla a los ojos–. No voy hacerte daño ¿de acuerdo? Solo quiero que me digas lo que estabas haciendo.
Kaque lo miró de reojo, un pelín dudosa de sus palabras. No tenía excusa para lo que estaba haciendo, pero podía salir airosa de aquel trance si lograba colocarle una mentira.
–No tengas miedo, sólo quiero que me digas lo que hacías ahí sentada –dijo Jota dibujando una sonrisa en sus labios.
No fue precisamente la reacción que esperaría Kaque de un blanco en estas circunstancias, puesto que los negros tenían prohibida el gallinero para evitar el robo de gallinas y huevos. Y a pesar de que aquella situación le resultaba surrealista, Kaque pudo salvarse, al contemplar el respeto con que aquel blanco se dirigía a ella.
–Yo. Yo estaba leyendo –dijo finalmente tímida, Kaque.
–¿Ah, sí? Pues que sepas que este libro ya lo he leído –mostró más interés, Jota–. Me encanta este libro. Va de aventuras, se trata de un explorador que viaja a tierras lejanas recopilando datos sobre las historias que le van contando –añadió.
–¿Lo has leído todo? –preguntó Kaque asombrada.
–Como ochenta veces. Bueno… Setenta y nueve y medio para ser exactos, ya que hubo una ocasión en la que no me lo terminé de leer porque se me cayó el libro desde un puente hasta el fondo del lago.
Con su simpatía, Jota había despertado el interés de Kaque hacia él. Por eso, no pudo evitar que una sonrisa asomara en su cara.
–Dime… ¿Por qué tienes que leer en el gallinero? –preguntó Jota fijándose de lo mugroso y poco indicado para la lectura que resultaba aquel lugar.
–Es que aquí puedo estar a solas –dijo ella arqueando una ceja–. Y además las gallinas me ayudan a pensar –agregó. Aquella ocurrencia de Kaque hizo que los dos soltaran una carcajada al unísono.
Jota se percató  en seguida de que había dejado a un lado sus prejuicios. Aquel momento solo podía ver a una mujer apasionada por la lectura, que elegía lugares excéntricos para hacer posible su pasión. Veía su boca, bien perfilada, su naricita, sus ojazos castaños, parpadeando a cada instante y sus cejas pobladas bien delineadas. Jota estaba extasiado, toda su figura la encontraba perfecta. Se fijó detenidamente en sus manos y a continuación en sus pies, no sabía exactamente lo que esperaba hallar, pero se llevó una sorpresa cuando vio que tenía las uñas en todos los dedos de sus lindos pies y calzados en unas sandalias ajustadas con una cinta de cuero que adornaban sus tobillos. Miró su pelo, bien recogido en unas curiosas trenzas que ondeaban hasta la altura del hombro. Cuando se dio cuenta, Jota se encontraba enfrascado en una amena conversación con Kaque, sorprendido del dominio del español y de la capacidad de razonamiento de la joven.
Kaque, sin embargo, aún mantenía la desconfianza. Aquellos convulsivos, el que un nativo se llevase bien con un blanco no era necesariamente bien visto. Menos  aún, teniendo en cuenta la familia a la que pertenecía. Desde el accidente que había costado la vida de su padre, habían decidido cortar toda relación con los españoles. Por eso, Kaque, para no contrariar a sus hermanos no quería traspasar las líneas establecidas y guardaba las distancias con Jota. Aunque Jota era una persona con quien compartía la misma pasión y despertaba en ella cierta cercanía; estaba prohibido para ella. Aun así, sentía atraída por Jota, una persona a quien no conocía de nada. Pero se sentía lleno un vacío de su estómago al estar junto a él. Se olvidaba de cuanto le rodeaba, y solo parecía existir el hombre al que tenía delante.
–Patrón. Me mandan…. Parece que la señora…está a punto.
Una voz masculina sobresaltada les interrumpió de pronto. Un sirviente de la casa, quien hablaba jadeante, ante la puerta. Jota se giró para observarle. El hombre apenas podía respirar. Se acercó a él sin entender a penas nada de lo que decía.
–Por Dios, ¿Qué pasa? –preguntó Jota.
–La señora está a punto de dar a luz –dijo el hombre, esta vez pudiendo pronunciar todas las palabras  al tiempo que se percataba de que junto a Jota había alguien más. Kaque percibió la mirada fulminante del criado. Por eso, y sin perder el tiempo, agarró la cesta de huevos que había en el suelo sabiendo que le servía de excusa para justificar su estancia en el lugar. Kaque con la mirada fija en el suelo traspasó la puerta y se alejó.
–¡Hey! Olvidaste tu libro –gritó Jota–. ¿La conoces? –preguntó al sirviente, quien con cara de pasmo negaba con la cabeza. Jota profirió una sonrisa dándose cuenta de lo tonto que había sido al no presentarse antes y decirle su nombre. Miró al criado que le observaba con desconcierto y en enseguida se acordó de su presencia allí. Jota sin decir nada, comenzó a correr hacia la casa, seguido del criado.


En tus pensamientos y memoria está todo de lo que me alimento,
en tu presencia está todo lo que hace furor en mí;
por tu belleza causas  sentimientos de deseo en mi interior.
Como un susurro es tu voz en el silencio;
y la dulzura de tus ojos;
y las curvas de tu cuerpo;
con la melodía de tu voz,
que adormeces mientras la acunas a tu criatura;
tus confidencias en la cocina, en el mercado;
y en cada esquina de tu pequeño barrio.
Ese perfume que enamora a tu hombre,
es tu infinita paciencia y tu infinito amor,
hacen de tu nido el único pájaro;
pregúntame en voz alta: ¿Quién eres?
Te diré que somos criaturas especiales.
                   (“Con todo de ti”. Para todas las mujeres. Inma Kathy)

Lágrimas de Sangre. 1968 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora