Hermanos

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Detrás de los barrotes de un cuarto en el que la oscuridad se tragaba la poca luz que atravesaba por los agujeros perforados en lo alto de los muros, los cuales resbalaban y caían a pedazos por la excesiva humedad, y con un oxígeno casi inexistente y el olor a animal muerto; se encontraban recluidos Jota y Carlos.
Jota abrazaba sus piernas contraídas, manteniendo una respiración profunda y prolongada, y bebiendo de su propia saliva como si de un recurso hídrico se tratara. Desde el lugar donde se  encontraba sentado, abatido, con la espalda apoyada en la pared, a menudo observaba a su hermano Carlos que daba vueltas cerca de los barrotes, asomaba su cabeza y luego se alejaba nervioso y apretando los nudillos de las manos. Desordenaba sus cabellos manifestando, claramente, su estado de frustración y de desesperación por la inhóspita situación en la que ahora se hallaban.
En aquel lugar inclemente, aparentemente no había ningún alma merodeando cerca, si bien se oían gritos confusos de auxilio y de dolor provenientes de las celdas contiguas.
–Tenemos que salir de aquí –le recordaba Carlos a Jota, nervioso por la tan dramática situación en la que ahora se hallaban absortos–. No sabemos dónde estamos.
–Olvídalo, no tenemos escapatoria  –consiguió decir Jota, con voz quebrada–. Yo solo espero que Kaque y la niña estén bien –susurró.
–Si nos quedamos aquí, nos matarán y enterarán nuestros cadáveres inmisericorde como si fueran animales –refunfuñó Carlos entrando todavía más en cólera, avizorando con su cabeza entre los barrotes–. ¡Hey! Hijos de puta, sacarnos de aquí. Tenemos nuestros derechos –gritaba insistente, con la intención de ver la presencia física de alguien.
Muy pronto se oyeron unos pasos que avanzaban hasta su celda. Jota se puso en pie cuando vio a un militar frente a las rejas, quien adoptaba una postura poco afable golpeando las barras de acero inoxidable con el mango de su arma, con el propósito de inhibir los quejidos de Carlos.
–¡Eh! Amigo –le llamó Jota al militar.
–No me llames amigo, yo no soy tu amigo. ¡Malditos blancos! –respondió el militar soltando un escupitajo en el suelo al tiempo que se disponía a marcharse.
–Espera. Agua, necesitamos agua, por favor –se apresuró a decir Jota, logrando impedir que aquel militar prosiguiera su camino.
–No hay agua. Si no queréis morir ya podéis empezar a beber de vuestra orina –les echó bocanadas, el militar.
–Déjales salir –espetó una voz de repente, que les dejó a todos en silencio y esperando a ver de frente a aquella persona.
Al instante se acercó otro militar, más mayor que el primero y con aires de ser el superior al mando, Comandante, le decía el joven militar. Con una cara seria y la voz muy firme, se puso frente a ellos, y dio orden al joven militar de abrir la celda. Acatando las órdenes de su superior, el joven así lo hizo sin perder el tiempo.
Jota y Carlos aparecieron en un descampado, atados de manos y con las cabezas cubiertas de sacos. El comandante les guiaba el camino acompañado también por el otro militar, hasta que llegaron a un sitio lagunoso inmerso de espacios de hierbas silvestres, un terreno prácticamente adecentado, dadas las condiciones. Una vez que dejaron sus rostros al descubierto, jota escrutaba con la mirada prestando atención a su entorno como si realizando un cálculo mental de algo. Y al instante, ambos se fijaron a sus pies donde estaban tendidas varias herramientas de trabajo.
–Si queréis agua y comida os lo vais a tener que ganar –dijo el comandante al tiempo que dejaba en libertad sus manos, dirigiéndoles una mirada fulminante–. Quiero este terreno limpio como la cara de mi mujer. Y cualquier intento de fuga, disparo –advirtió–. Ahora, pónganse a trabajar.
Asumiendo la que es ahora, por desgracia, su nueva realidad, Jota y Carlos recogieron las palas del suelo obedeciendo, a su pesar, las órdenes del Comandante. Sin apenas fuerzas, limpiaban la hierba del campo, mientras el joven militar les apuntaba con su pistola al tiempo que se mofaba de los designios que aguardaban aquellos blancos que, “no sabían hacer nada”.
Bajo aquella solana con el sonido del gorrión ululando cerca, las horas se hacían eternas. Los hermanos Vázquez continuaban con el trabajo, sin apenas tener un minuto de descanso. El sudor que empapaba sus camisas, muchas veces, hacía resbalar sus ampolladas manos de sus herramientas de trabajo. Para Carlos, aquella inmisericorde situación era insólita, la actividad del campo le resultaba muy dura, ya que, apenas sabía agarrar la pala y acababa agotándose en seguida. Pero, le acompañaba el incondicional apoyo y la maestría de su hermano Jota, quien procuraba enseñarle la maniobra al tiempo que realizaba el trabajo de ambos para que pudiesen beneficiarse de la promesa del comandante.
Jota y Carlos empezaban a sentir sus cuerpos débiles que suplicaban descanso, y los carceleros, lejos de concederles un tiempo para salvaguardar sus fuerzas, más bien, les proferían inultos y los obligaban a seguir trabajando. Entre tanto Jota, conocedor del carácter rudo de su hermano, aconsejaba a Carlos a guardar la calma y seguir con el trabajo haciendo caso omiso a las repulsivas frases que les dirigían militares.
Pasaba el tiempo, y Carlos se encontraba al borde del desespero, que sentía que desfallecía. Sus energías habían al límite y manifestaba constantemente gestos de su frustración aun cuando el comandante lo intimidaba con su rifle si dejaba trabajar. No aceptando su cruento destino, Carlos como un tigre enfarlopado se abalanzó sobre el comandante tumbándole al suelo al tiempo que le propinaba varios golpes que lo hacían desangrar. Pero, apenas librado su batalla contra el Comandante, el joven militar empuñó su arma y amenazó a Carlos con disparar a Jota si continuaba con la golpiza. Enseguida, se puso de pie Carlos y con las manos en alto al tiempo que mostraba su arrepentimiento. El comandante, pronto se incorporó y enfurecido, tomó su pistola y atizó la  frente de Carlos con el mango, dejándole inconsciente.
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Cuando nuestros frágiles cuerpos sufren el lastre, de tal manera que solo nos queda pregonar el triste deseo de desligarnos de él, porque es la única alternativa, sin embargo, casi es imposible, si el baluarte de nuestras vidas reside en el cerebro que no se muere en el mismo tiempo que decide hacerlo nuestro vulnerable cuerpo, hasta no llegado su momento. Por tanto, a eso único que permanece con vida, es el único peñasco en el que nos refugiamos mientras siguen en función nuestras constantes vitales. 
Carlos se despertó de su estado de desfallecimiento con el triste sonido de dolor y desconsuelo de Jota, quien ahora, estaba siendo inmisericordemente torturado por algunos militares dentro de aquel agujero profundo y oscuro. Mareado y con la visión borrosa, Carlos vislumbraba las cadenas que colgaban en lo alto y encerraban las manos de su hermano, mientras que aquellos atizaban sádicamente las porras sobre su espalda desnuda. Sus emociones se vieron engullidas en unos cavernosos sonidos de súplicas a los militares en su ensañamiento contra Jota.
Luego de pasar un tiempo en aquel cuarto oscuro en el que solo se servían los más despiadados tratos humanos, dos de los militares recorrieron los muros de la prisión trasladando a rastras el cuerpo magullado y casi sin vida de Jota hasta el interior de su celda. Y acto seguido, el Comandante introdujo también a Carlos de un empujón, quien no perdió el tiempo en ir a socorrer a su hermano para lo que necesitaba. Tras cerrar la puerta del calabozo, que emitía un quejido de bisagras al juntarse los listones de acero inoxidable, el Comandante dio órdenes a un joven militar para que acercara a los barrotes un plato y una copa cuyos contenidos eran irrisorios.
Susurraba Carlos en el oído de Jota con la intención de regresarlo en sí, mientras que permanecía inmóvil y sin respuesta a ningún estímulo. La espalda de Jota se había convertido en el auténtico colorido mar rojo por la sangre que emanaba de sus heridas, bañando las manos de Carlos en sus intentos de limpiarlas. Le ofrecía de beber, cuidadosamente, en pequeños tragos de la copa, y en tanto que Jota permanecía sin hacer movimientos a causa de sus graves lesiones, su subconsciente le trasladaba a un recuerdo muy antiguo de su infancia que memoraba con asimiento gracias a las enseñanzas de su padre, en aquel día:
Después de haber tenido un incidente con las espinas de una rosa en el jardín botánico de su casa, su padre se acercó en la noche a su cuarto para saber de su estado. Jota, quien en aquellos tiempos tan solo tenía cinco años, se encontraba en su cama todavía afligido por lo ocurrido durante el día al tiempo que manoseaba el vendaje de su brazo. Una vez visto a su padre, se levantó y éste ayudó a subirse sobre su regazo con la intención de charlar con él.
–Dime, campeón ¿Por qué estás llorando? –le preguntó su padre.
–Tengo una herida –contestó tristemente, Jota.
–¿Es grande o es pequeña? –Volvió a preguntar él mostrando más interés en el brazo de su hijo–. ¿Y cómo te la has hecho?
–Me metí en los rosales para coger mi pelota… –explicó Jota.
–¡Vaya!  ¿Y lo hiciste solo a pesar de lo peligroso que era?
Asintió Jota con la cabeza.
–Muy bien…. ¿y sabes por qué lo hiciste solo? Porque eres un chico valiente. No has tenido miedo ante el peligro. El miedo solo está en nuestras cabezas y es lo que hace que nuestros ojos vean las heridas muy grandes –decía su padre al tiempo que tomaba el brazo de Jota y se disponía a quitarle la venda–. Ya verás que cuando dejes de tener miedo, la herida será muy pequeña y se curará muy pronto ¿tienes miedo hijo?
Jota escuchaba miraba a su padre atentamente al tiempo que dibujó una mueca de negación respondiendo a la pregunta de su papa. Miró detenidamente la herida de su brazo y animado, dijo:
–No es grande.
–¡Muy bien! Sigue así campeón –le decía su padre mientras le regalaba un beso.
Aquel trance en el que se veían ya sometidos los hermanos Vázquez, no era más sino, el principio de una larga rutina de brutalidad policial, en la que suplicar la muerte iba a ser la mejor alternativa para poder descansar del sufrimiento padecido. Estaban abandonados a su suerte y todas las esperanzas perdidas de que alguien comunicara de su paradero a la embajada española. Sin embargo, la idea de estar juntos les hacía resistir el suplicio de aquel despiadado lugar, día sí y otro, apenas tienen aliento.
Y los niveles de tortura acrecentaban con los días. Carlos, se dejaba pegar en el lugar de su hermano cada vez que aquellos militares, por placer, venían a infligirles dolor. Cada noche, después de traerles de vuelta a la mazmorra y de sentir brutalmente el mástil en sus carnes, podían distinguir entre los sombríos pasillos, los cuerpos sin vida que los soldados trasladaban a mitad de la noche para no ser identificados. Y cuando esto ocurría, presuponían que ellos serían  los siguientes en abandonar este mundo.


Alma libre,
tuyo es el amanecer y el atardecer
que percibes a través de tus ojos;
que viajas por los mundos extraños;
de mil maneras ordenas tu vida.
Dueño de tu carne;
en ti se labra la fortaleza de tus anticuerpos,
que veces desisten a tus ansias de viaje hacia el óbito;
Alma libre;
esclavo de tus deseos,
si tan libre eres…¿ por qué no te mueres?
                                             (“Alma”. Inma Kathy)

Lágrimas de Sangre. 1968 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora